EL GRAN CISMA DE 1054

 

El cisma entre Bizancio y Roma ha sido, sin duda alguna, el evento más trágico en la historia de la Iglesia; el mundo cristiano se rompió en dos mitades, y esta escisión, que todavía duele, ha determinado en gran medida tanto el destino del Oriente, como el del Occidente. La Iglesia de Oriente, que es esencialmente la verdadera Iglesia de Cristo, ha visto limitado su campo cultural y geográfico de acción, dando lugar a que históricamente se le confunda únicamente con el mundo bizantino.

En cuanto a la Iglesia de Occidente, ha perdido el equilibrio doctrinario y eclesial del cristianismo primario, y este desequilibrio también dio lugar a la Reforma del siglo XVI.

En los orígenes del cisma se encuentran, vinculados indisolublemente, causas o motivos teológicos y no-teológicos, pero vamos a ver que las razones propiamente “teológicas” resultan finalmente determinantes, porque impiden la solución de las dificultades aparecidas y provocan que las tentativas de reunificación fracasen. Ellas constituyen, hasta el día de hoy, el mayor obstáculo en el que tropieza la buena voluntad ecuménica.







Comenzando ya desde el siglo IV, entre Oriente y Occidente cristianos se sentía una tensión eclesiástica respecto al status del Papa romano en la Iglesia. Esta latente tensión siguió creciendo a lo largo del tiempo, transformándose, algunos siglos más tarde, en una oposición abierta. La disputa tiene como fondo político la aparición, en Occidente, del Imperio Carolingio y el conflicto estalla cuando los intereses políticos de aquel Imperio franco se unen a las pretensiones de jurisdicción universal del Papa, asunto que no compartían los bizantinos.

A finales del siglo VIII, Carlomagno, rey franco, comenzó a hacer públicas sus pretensiones de adquirir el título de “emperador romano”. Al no obtener el reconocimiento de Bizancio, decidió destruir la autoridad de Constantinopla. Uno de los medios a los que recurrió, fue a las acusaciones de herejía: el emperador de Oriente no podría aspirar a suceder a los emperadores cristianos, porque “rinde veneración a los íconos y confiesa que el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo” y no “del Padre y del Hijo”. Estas acusaciones, aducidas por Carlomagno en sus célebres “Libros carolinos” dirigidas al Papa en el año 792, se oponían claramente a las decisiones del séptimo Sínodo Ecuménico de Nicea (787) y abrían la interminable controversia greco-latina sobre el Filioque (expresión en latín agregada al Credo, en la fórmula “…y en el Espíritu Santo, que procede del Padre…”; con el término "Filioque" se agrega “y del Hijo”, algo que no existía en el Credo original). Muchos otros obispos y teólogos francos se lanzaron entonces en la controversia, patrocinados por la corte de Aix-la-Chapelle (Aquisgrán, en español. N. del T.).







Felizmente, la Iglesia de Roma, aceptando el patrocinio político que Carlos I le ofrecía, se opuso con vehemencia a los ataques doctrinarios en contra de Oriente. Los papas Adrián I (772-795) y León III (795-816) actuaron en protección del Sínodo de Nicea y rechazaron con fuerza la introducción del Filioque en el Credo. Aún así, en la noche de Navidad del año 800, el Papa León III coronó en Roma como “emperador romano de Occidente” a Carlomagno, lo que llevó al cisma político entre Occidente y Oriente.

En el siglo VIII y especialmente en los siglos X y XI, los obispos de Roma son casi completamente dominados por los emperadores francos; no obstante, los papas lograron mostrar alguna oposición. Pero, aunque los grandes papas reformadores buscaban la independencia de la Iglesia, eran también herederos de una civilización carolingia que se definía a sí misma a través de su oposición al Oriente y que se desarrollaba fuera de la tradición de los Santos Padres de la Iglesia; únicamente latina y occidental esta civilización era común a los papas y a los emperadores de Occidente.

El Papa Nicolás I (858-867), fue una especie de luchador tenaz. Él quiso cimentar un imperio espiritual mundial, al frente del cual estaría “el sucesor de San Pedro”. Él sostenía que el merecedor de la “Silla apostólica” recibiría de Jesucristo el derecho de “pastorear” a todos los creyentes, como único legislador de la Iglesia, que podía llamar ante él para justificarse ante su trono, no sólo a los clérigos de las diferentes diócesis, sino que también a obispos, metropolitas, incluso patriarcas; sin embargo, él no podría ser juzgado por nadie y sus decisiones tendrían el valor y el poder de los cánones. Este punto de vista fue afirmado en el sínodo romano del año 863, en el que también se precisó que cualquier contradicción a las decisiones papales conllevan la declaración de “anatema”.









Aunque buscaba separar el poder espiritual del puramente “terrenal”, él se sintió juzgador y guía espiritual supremo e indiscutible de los principios terrenales, en cuestiones de naturaleza eclesiástica. Incluso extendió sus pretensiones jurisdiccionales en contra del titular del trono de Constantinopla, amenazando deponer al Patriarca Focio. Por supuesto que estas pretensiones de los papas crearon tensiones entre Occidente y Oriente. Pero no era solamente eso. Los griegos acusaron a los occidentales de promover algunas prácticas no canónicas: el celibato obligatorio para los miembros del clero, el consumo de carne de animales estrangulados y de su sangre, ayuno en sábados, consumo de alimentos de origen animal en los sábados y domingos de la cuaresma, introducción de la “misa” romana, más corta, en lugar de la Liturgia ortodoxa, la representación del Redentor con la forma de un cordero, y especialmente la doctrina sobre que el Espíritu Santo proviene “del Padre y del Hijo”, impuesta por el imperio carolingio.

También existió una disputa sobre las provincias de Italia del Sur (Calabria), Sicilia y Creta, que fueron trasladadas por el emperador León III “el Isaurio” bajo jurisdicción de Constantinopla, porque fue acusado del Papa de hereje, y territorios que el Papa pretendía permanentemente.
Otro foco de conflicto entre Oriente y Occidente era el hecho de que la mayor parte de países eslavos, aún estando a punto de adoptar el cristianismo, tenían ciertas dudas frente a las presiones políticas y religiosas que venían de parte de los dos imperios rivales: Bizancio y el Imperio Franco.

El Papa Juan VIII entendió el peligro que representaba para la unidad cristiana la actitud de sus predecesores e inmediatamente le dio la razón a los griegos en el problema del lenguaje litúrgico y en lo relativo al “Filioque”. Emisarios suyos enviados a Constantinopla condenaron junto a la Iglesia Oriental la famosa adición “y del Hijo” hecha al Credo. El Sínodo de los años 879-880 representa un modelo de la forma en la que la Iglesia Ortodoxa entiende la unidad de los cristianos: unidad en la fe, de la cual el primado romano puede ser un testigo.







No obstante, los dos pueblos, griego y romano, con predisposiciones e inclinaciones diferentes, especialmente en cuanto al idioma, cultura y civilización, arriban al siglo IX sin entenderse; se veían incluso con recelo y resentimiento. El “papismo” se involucró también en las discusiones propias de Constantinopla sobre quién debía ocupar el sillón patriarcal, incrementando así el resentimiento de Oriente en contra de Occidente.

Así, en el año 933, el emperador Romano I Lecapeno colocó a su hijo Teofilacto en la patriarquía, apartando al venerable Trifón. Para que este “movimiento” pareciera canónico, creyó adecuado dirigirse a la Iglesia de Roma, rogándole al Papa Juan XI que reconociera al nuevo patriarca. El Papa no tardó en satisfacer el deseo del emperador. Después de la muerte de Teofilacto, los patriarcas siguientes no quisieron plegarse a los intereses de Roma, haciendo más pronunciados los desacuerdos ya existentes.

En el año 1014, el emperador Enrique II de los germanos, visitó Roma para ser coronado por el Papa Benedicto VIII y además obtuvo que la ceremonia de coronación se realizara bajo el rito germánico, es decir, con la Liturgia modificada por el “Filioque”. Como consecuencia, bajo órdenes del Patriarca Sergio II, el nombre del Papa fue borrado de los dípticos de las iglesias de Constantinopla. Es decir, entonces, que desde los inicios del siglo XI la comunión entre las dos “romas” ya se había roto. Ese estado de fuerte tensión instalada entre Oriente y Occidente, llevaron a que el emperador Constantino Monómaco convocara un sínodo en Constantinopla.




Emperador Constantino XI (Monómaco)



Pero en el siglo XI, a diferencia de los siglos anteriores, cuando las tensiones entre Roma y Constantinopla tendían a acrecentarse constantemente, la situación adquirió incluso un tinte trágico, porque debido a una mutua ignorancia, Oriente y Occidente perdieron el criterio común que alguna vez les hizo entenderse. Para unos, el trono de Roma era el criterio único de la verdad, para los otros, el Espíritu de la Verdad descansaba sobre la Iglesia completa y se expresaba por medio de los sínodos.

El Papa León IX aceptó la propuesta del emperador Constantino Monómaco y envió, a principios de enero del año 1054, una delegación específica a Constantinopla, encabezada por el Cardenal Humberto de Silva. Desafortunadamente, aquél era un hombre orgulloso y engreído, que no podía soportar a los griegos – como ejemplo, podemos mencionar los epítetos injuriosos de “perro sucio, muérdete la lengua” dirigidos a Nicetas Stetathos, “higúmeno” (abad) del Monasterio Studion, que había escrito algunas cartas en desacuerdo con los latinos – demuestra claramente el odio del cardenal de Silva en contra de los griegos; incluso, estudiosos católicos romanos se han admirado de cómo pudo el Papa enviar a Constantinopla a alguien así de arrogante y prepotente.

El emperador recibió la delegación con honores, lo que incrementó el orgullo de los delegados romanos. El cardenal de Silva y los otros fueron hospedados en el Monasterio Studion de Constantinopla. El Patriarca Miguel Cerulario, sabiendo que no se podía esperar nada bueno de parte de los delegados latinos, les comunicó que todos los asuntos y malos entendidos eclesiales serían discutidos en sínodo (además, se dudaba de la autenticidad de las cartas oficiales de los delegados romanos, toda vez que el Papa en aquellos momentos era prisionero de los normandos y no podía, parece, firmar documentos oficiales).





De rojo, emperador de Constantinopla Miguel I Cerulario.
De blanco, cardenal Humberto de Silva.





Frente a las reticencias del Patriarcado bizantino, el cardenal Humberto de Silva redactó un acta de excomunión, misma que colocó sobre la Santa Mesa de la Iglesia de Santa Sofía, acta en la que aducía acusaciones graves en contra de los griegos, siendo la más absurda la que mencionaba que los griegos habían extraído del Credo la enseñanza que “el Espíritu Santo proviene también del Hijo” – Filioque – cuando cualquiera sabe que la Santa escritura, los Santos Padres de la Iglesia y los Sínodos ecuménicos hablan minuciosamente de la procedencia del Espíritu Santo de una única y sola fuente, Dios Padre, y no de dos orígenes, del Padre y del Hijo.

De las acusaciones en contra de los griegos, evidentemente infundadas, que llevaron al acta de “anatemización” el 16 de julio de 1054, se observa claramente que los delegados papales no llegaron a Constantinopla a dialogar fraternalmente dentro de un sínodo, sino a imponer su criterio. El fondo de sus acusaciones eran simples pretextos, porque más allá de las diferencias dogmáticas, rituales y disciplinario-canónicas, además de cierta frialdad espiritual, problemas políticos y debilidades meramente humanas, el verdadero motivo de la división religiosa del 16 de julio de 1054 lo constituye una concepción eclesial equivocada de los católicos romanos sobre el primado papal, a través del cual el obispo de Roma se sitúa por encima de todos los obispos y creyentes, error sostenido con insistencia por los subsiguientes papas.

El Patriarca de Constantinopla, convocando a sínodo, anatemizó el 24 de julio de aquel año al cardenal Humberto de Silva, a toda la delegación romana, e incluso al Papa León IX. Es evidente, como sostienen muchos investigadores, que aquellos contemporáneos no eran conscientes de la gravedad de los eventos de 1054 sino que, mucho más tarde, luego de la conquista de Constantinopla – en abril de 1204 - , cuando los caballeros de la IV Cruzada asaltaron y violentaron Bizancio, esta división se hizo aún más profunda.

En los siglos XIII-XV, bajo la creciente presión del Islam, que amenazaba cada vez más al Imperio Bizantino, se intentó la unificación entre Constantinopla y Roma, porque el Papa imponía, como primera condición para enviar ayuda militar desde Occidente, la unión con Roma. De esta forma, el intento más importante tuvo lugar con el Sínodo de Ferrara-Florencia, de 1438-1439, en el que los orientales se vieron obligados a aceptar los “cuatro puntos florentinos”: 

1. El Papa es la cabeza de la Iglesia entera; 2. La preparación de la Santa Eucaristía se hace con pan ácimo; 3. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque); 4. La existencia del “Purgatorio”. Pero, aunque debido a presiones políticas la mayoría de los participantes firmaron este acto de unión, la Iglesia Ortodoxa nunca le ha reconocido.

Así, todos los intentos de unión entre Oriente y Occidente han sido y son condenados a fallar, toda vez que en Occidente no se acepta regresar a la tradición de los Santos Padres. Porque, en lo que concierne al primado papal, la crítica anti-romana no se refiere al mismo Apóstol Pedro y su posición personal en el grupo de los doce apóstoles o su posición en la Iglesia primaria, sino a la naturaleza de su sucesión. ¿Por qué la Iglesia Romana podría tener el privilegio exclusivo de esta sucesión, cuando en el Nuevo Testamento no se da ninguna información sobre el sacerdocio de Pedro en Roma? ¿No tendría que ser Antioquia o especialmente Jerusalén - donde Pedro, conforme a los Hechos de los Apóstoles, jugó un rol de primer plano – quienes podrían discutir con más razón el derecho de llamarse “Trono de Pedro”?








Por supuesto que los bizantinos reconocían a Roma un primado honorífico, pero aquel primado no tenía, como único origen, el hecho de que Pedro murió en Roma, sino un ensamble de factores, entre los cuales, los más importantes eran los que sostenían que Roma era una Iglesia “muy grande, antigua y conocida por todos”, según la expresión de San Irineo de León, porque en ella se guardan los sepulcros de los apóstoles “principales”, Pedro y Pablo, y especialmente por el hecho de que era la capital del Imperio Romano; el famoso cánon 28 del IV Sínodo Ecuménico de Calcedonia insistía precisamente sobre este punto.

En otras palabras, el primado romano no era un privilegio exclusivo y divino, un poder que el obispo de Roma poseería en virtud de un mandato expreso de Dios, sino una autoridad formal, reconocida por la Iglesia a través de sínodos.
Sin duda el Papa no podía, en estas condiciones, ufanarse de un privilegio de infalibilidad; aunque su presencia, o la de sus enviados era considerada necesaria para que un sínodo fuera “ecuménico”, es decir que fuera realmente representativo para el episcopado de todo el imperio, su opinión no era nunca entendida como verdadera “per se”.

Las Iglesias Orientales podían vivir siglos sin comulgar necesariamente con la Iglesia Romana, sin preocuparse mucho de esa situación, y el VI Sínodo Ecuménico no tuvo ninguna reticencia en condenar la memoria del Papa Honorio por sostener la herejía monotelita.

Para los bizantinos no se podía hacer un problema de interpretación de las palabras de Cristo, dirigidas a Pedro “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16, 18), “Apacienta mis ovejas” (Juan 21, 15-17), etc., como pudiéndose referir únicamente a los obispos de Roma. La interpretación romana no se ha podido encontrar, verdaderamente, en ningún comentario patrístico de las Santas Escrituras; los Santos Padres, quienes vieron en estas palabras el reconocimiento de la fe en Jesús, Hijo de Dios, atestiguada camino a Cesárea. Pedro es la “piedra de la Iglesia”, en la medida en que él atestigua aquella fe. Y todos aquellos que tienen a Pedro como modelo para su propio testimonio de fe, son también herederos de esa promesa: para ellos, para los creyentes, se ha erigido la Iglesia.

Esta interpretación general, que encontramos en los Santos Padres, recibe también una corrección eclesial en la literatura patrística: los obispos – todos los obispos – son verdaderamente investidos con un don especial de enseñar. Esa misma función consiste en proclamar la fe correcta. Ellos son, entonces, “ex officio”, sucesores de Pedro. Esta concepción, que encontramos expresada claramente en San Cipriano de Cartagena (siglo III) y que aparece repetida muchísimas veces en la entera historia de la Iglesia, fue asimismo sostenida por los teólogos bizantinos







Entonces, en el fondo del conflicto que oponía a Occidente y Oriente se encontraba una profunda diferencia de carácter eclesial. Esta divergencia estaba ligada a la naturaleza del poder en la Iglesia y, en el fondo, a la naturaleza misma de la Iglesia.
Para Oriente, la Iglesia es, ante todo, una comunidad en la que Dios está presente por medio de los sacramentos; los Sagrados Sacramentos (llamados Misterios en oriente) son la modalidad por la que se conmemora la muerte y resurrección del Señor y por medio de los cuales se anuncia y se anticipa Su segunda venida. La plenitud de esta realidad está presente en cada Iglesia local, en cada comunidad cristiana reunida alrededor de la mesa eucarística, teniendo al frente un obispo, sucesor de Pedro y de los otros apóstoles.

Verdaderamente, un obispo no es sucesor de un solo apóstol y no es de gran importancia el hecho de que la Iglesia fue fundada por Juan, Pablo o Pedro, o cuál tiene un origen más reciente o modesto. La función que ocupa presupone que su enseñanza está de acuerdo a las mismas enseñanzas de los apóstoles, de los cuales Pedro era el portavoz, porque el obispo ocupa en la mesa eucarística el mismo lugar del Señor, que es, tal como escribía en el siglo I San Ignacio de Antioquia, “icono del señor” en la comunidad que conduce. Estas características episcopales son esencialmente las mismas en Jerusalén, en Constantinopla o en Bucarest, y Dios no podría determinar privilegios separados para alguna Iglesia, porque Él le da a todos esa plenitud.

Las iglesias locales no son comunidades aisladas unas de otras; ellas se mantienen unidas a través de su identidad de fe y de testimonio. Esta identidad se manifiesta especialmente en ocasión de la santificación episcopal, que necesita la reunión de varios obispos. Para hacer más eficaz el testimonio de las Iglesias, para resolver problemas comunes, los sínodos locales se han reunido periódicamente, comenzando con el siglo III, estableciéndose un “orden” entre iglesias. Este “orden”, que comporta un primado honorífico – el de Roma y luego, el de Constantinopla – y primados locales (metropolitas, hoy conductores de las iglesias “autocéfalas”) es sin embargo susceptible de modificaciones; no tiene una esencia ontológica, no maltrata la identidad fundamental de las Iglesias locales y supone un testimonio unánime de una sola fe ortodoxa. Dicho de otra manera, un primado hereje perdería necesariamente cualquier derecho a ése primado.

De esta forma, se ve claramente en donde se encuentra la misma raíz del cisma entre Oriente y Occidente. En Occidente, el “papismo”, luego de alguna evolución a lo largo del tiempo, pretende, conforme a una decisión de 1870, una infalibilidad doctrinaria y, al mismo tiempo, una jurisdicción “inmediata” sobre los creyentes. El obispo de Roma sostiene que es el criterio visible de la verdad y único conductor de la Iglesia Universal, poseyendo también poderes sacramentales distintos a los de los otros obispos.


En la Iglesia Ortodoxa, ningún poder de derecho divino podría existir, fuera y sobre las comunidades eucarísticas locales constituidas por lo que hoy llamamos “diócesis”. La jerarquía de los obispos y las relaciones entre ellos son reguladas por cánones y no tienen un carácter absoluto. No existe un solo criterio visible de la verdad, fuera del consenso de las Iglesias, que encuentra su expresión más natural en un sínodo ecuménico. Aún así, incluso este sínodo – como hemos visto en párrafos anteriores – no tiene autoridad “per se”, fuera o sobre las Iglesias locales, y no es más que una expresión y testimonio de un acuerdo común. Una adición formalmente “ecuménica” puede incluso ser rechazada por la Iglesia (ejemplo: Éfeso 449, Florencia 439). La permanencia de la verdad en la Iglesia es, así, un hecho de orden supranatural, similar a las realidades de los Santísimos Sacramentos. Su eficacia es accesible a la experiencia religiosa, tal vez no al examen racional y no podría ser supuesta a las normas de derecho.

La unidad de las Iglesias es ante todo una unidad en la fe y no una unidad puramente administrativa; ciertamente, la unidad administrativa no puede ser más que una expresión de una fidelidad común frente a la verdad. Si la unidad en la fe pudiera ser determinada por un organismo visible y permanente, las controversias dogmáticas de los primeros siglos, los sínodos y la lucha de los Padres no hubieran tenido ningún sentido. Todavía hoy, cualquier re-adhesión a la Iglesia de las comunidades separadas, presupone en modo único e inevitable, un acuerdo sobre la fe.

Entre la Iglesia de Roma y la Iglesia Ortodoxa, cualquier futuro diálogo necesitará así, inexorablemente, ser llevado a cabo más allá del rol que puede asignársele por parte del sistema eclesiástico romano en referencia a las Iglesias locales y al obispado.
 
 






Según el Concilio Vaticano I, el Papa es el máximo juez en materia doctrinaria y, asimismo, ejercita una jurisdicción “inmediata” sobre todos los católicos romanos. Y, según el Concilio Vaticano II – defraudando todas las esperanzas puestas en dicho cónclave, y aunque a las afirmaciones categóricas de 1870 se les hace alguna corrección (especialmente en la definición de “obispado” que, en algunos aspectos coincide con los principios eclesiales ortodoxos) – el Papa Pablo VI “ha subordinado el colegio episcopal a la autoridad del primado papal”, algo que no sucedió en el Concilio Vaticano I, diciendo que “el colegio o cuerpo episcopal – se subraya en esta decisión del Concilio II – no tiene autoridad por sí mismo; únicamente junto al pontífice romano, sucesor de Pedro, y el poder del primado permanece íntegro sobre todos, tanto pastores como fieles”.

La Iglesia Católica Romana enseña erróneamente los siguientes puntos doctrinarios más importantes:

a. Filioque. La Iglesia Católica Romana dice que el Espíritu Santo proviene del Padre y del Hijo. Este error dogmático es el punto más difícil. El Santo Evangelista Juan dice que “El Espíritu Santo procede del Padre” y es enviado al mundo a través del Hijo (Juan 15, 26).

b. Purgatorio. Entre cielo e infierno, según la doctrina católica romana, existe un lugar “de limpieza” llamado Purgatorio, al cual van las almas de los que no expiaron determinados pecados, quienes luego van al cielo. Ni la Santa Escritura ni la Santa Tradición hablan de algo similar.

c. Supremacía papal. El Papa es considerado la cabeza suprema de las Iglesias cristianas, más grande que todos los patriarcas, “vicario” (en griego “αντιπρόσωπος”: representante, apoderado) de Cristo en el mundo, llamándose sucesor de San Pedro, posición no reconocida por la Iglesia Universal.

d. Infalibilidad papal. El Concilio Vaticano I de 1870 reconoció la “infalibilidad papal”, diciendo que el Papa no puede equivocarse como persona, en materia de fe, cuando predica, haciéndolo igual a Dios, lo que constituye un dogma nuevo, rechazado por la Iglesia Ortodoxa.

e. Pan ácimo. Se utiliza pan ácimo para la Santa Eucaristía, cual hebreos, en lugar de utilizar pan con levadura. La disputa sobre el uso o no del pan sin levadura durante el Misterio de la Eucaristía había surgido porque los latinos creían que "la Última Cena sucedió el día del pan sin levadura, como lo demuestra el Evangelista Lucas". Los ortodoxos demostraron que los judíos llamaban "el día del pan sin levadura" al período entre la puesta del sol del jueves santo hasta la puesta del sol del viernes santo. Y fue nombrado así, no porque durante ese tiempo comiesen pan sin levadura, sino porque lo preparaban para dicha fiesta.
Por lo tanto, ya que la Última Cena tuvo lugar durante la noche del Jueves Santo, Cristo debe haber usado pan hecho con levadura, y no pan sin levadura, porque este último no se había preparado ya que su uso era para el Viernes Santo. Como registra la "Diégesis", los monjes de Kantara incluso habían sugerido un proceso para establecer cuál era la opinión correcta sobre el uso de pan sin levadura. Después de que ambos dirigieron la Liturgia, con ellos (usando pan con levadura) y los latinos (usando pan sin levadura), un representante de cada fe debía de caminar sobre las llamas para demostrar que quien defendía la verdad no se quemaría. Esta sugerencia, o desafío, no fue aceptada, y se ordenó a los monjes que comparecieran ante el arzobispo latino de Nicosia para ser juzgados ante el obispo latino Eustorgios. Fueron condenados como herejes, torturados y quemados vivos en la hoguera. Ver más.

f. Inmaculada Concepción. Se enseña que la Virgen María nació del Espíritu Santo, sin pecado original , la cual llaman Mariología, proclamando como dogma la concepción sin inseminación de la Toda Santa Virgen Maria. La separan así del género humano, la hacen una especie de diosa bajada del cielo, cosa que tiene consecuencias gravísimas de la sanación y salvación para la humanidad. Si la Virgen tenía otra naturaleza distinta a la humana, entonces el Señor tomando la naturaleza humana de Ella glorificó a otra naturaleza y no a la naturaleza común de todos los hombres.

g. Transubstanciación. En la preparación de los Santos Dones, los católicos romanos no realizan ninguna oración invocando al Espíritu Santo, como hace la Iglesia Ortodoxa en la Epíclesis. Ellos dicen que los Dones se santifican solos, cuando se dice “Toman y coman…” y las otras fórmulas. No tienen una oración para el descenso del Espíritu Santo sobre los Dones.

h. Celibato de los sacerdotes. Los sacerdotes católicos romanos no se casan. Son célibes, en contra de las decisiones de los Sínodos ecuménicos, que determinaron que los sacerdotes “de parroquia” deben tener familia. Asimismo, la ordenación que hacen de los nuevos sacerdotes no se lleva a cabo por imposición de manos – como enseñaron los Santos Apóstoles y los Santos Padres – sino por unción, como en la Ley Antigua.

i. Indulgencias papales. La doctrina sobre las indulgencias, que explica que a través de la compra de determinados “billetes”, otorgados por el Papa, se perdonan los pecados. Ellos afirman que los santos tienen demasiadas obras buenas acumuladas, tanto que no saben qué hacer con ellas, y se las dan al Papa, para que él venda éstos “méritos” y así puedan perdonarse los pecados de aquellos que no han hecho suficientes buenas obras.

j. Unción (Confirmación o Crisma) Los católicos romanos no ungen los niños inmediatamente después del bautizo, sino muchos años después, y únicamente el obispo tiene el derecho de hacerlo. Además, la Iglesia Católica comete las siguientes equivocaciones:
- Los niños no pueden comulgar una vez que han sido bautizados, sino hasta después de un número determinado de años, por lo que muchos pequeños mueren sin haber comulgado en su vida.
- Se da la comunión sin exigir vehementemente una confesión previa de los pecados. Tampoco existe un acuerdo común para el ayuno previo, si es que existe ayuno.
- Se da la comunión a los fieles únicamente con el Cuerpo, más no con la Sangre del Señor. - Celebración de varias liturgias en el mismo día, en el mismo altar.
- Los sacerdotes y diáconos no comulgan del mismo cáliz que los fieles.
- Se puede comulgar en el nombre de otra persona.
- El cuerpo monacal, que según la ordenanza eclesial es sólo uno, ha sido dividido por la Iglesia Católica en multitud de congregaciones u órdenes.
- Debido al celibato obligatorio del clero, la moralidad pública se resiente. Incluso en el culto, la Iglesia Católica ha introducido distintas innovaciones que le alejan de la Iglesia de los primeros siglos, como por ejemplo: ausencia de la Proscomidia en la misa, imágenes esculpidas, música instrumental, adoración del corazón de Nuestro Señor Jesucristo, y otros. Así pues, debido a estas desviaciones dogmáticas, canónicas, litúrgicas y tradicionales, llamamos “cismáticos” a los católicos romanos y no podrá existir unidad con ellos mientras sigan propagando mencionadas herejias.








k. Todas estas diferencias tienen el denominador común del humanocentrismo o antropocentrismo. Fruto del antropocentrismo es el judicial (nomenclatura) y de derecho espíritu de los católicos romanos, el cual se ve en el derecho canónico y en muchas instituciones de la Iglesia Occidental.
Un ejemplo claro que confirma lo anterior es la manera en se hace el misterio de la Confesión. El confesor y el confesado entran en dos locutorios, sin que se vea el uno con el otro, y allí se hace una clase de “juicio”, durante el cual el confesado enumera sus pecados y recibe las reprensiones que definen los cánones de la Iglesia Romanocatólica. Para la Iglesia Ortodoxa éste misterio se entiende de otra manera: existe una inmediata relación personal entre el confesor, que suele ser el “pnevmaticós”-padre y guía espiritual-, en la cual el pnevmaticos es el padre y el confesado su hijo espiritual, que va a abrir su corazón, contar su dolor, sus pecados, y que toma la adecuada terapia espiritual. Esto ha de ir acompañado de “metania” (introspeccion, arrepentimiento, cambio y confesion) y asi es otorgada la absolución y perdón de los pecados por Cristo Dios (algunos santos, como San Siluán, han visto al mismo Cristo confesando) y en consecuencia la terapia y sanación, único sentido de la vida. Es tal la potencia de la “metania”, que es conocida como “el segundo bautismo”

l.  La Creada Gracia. Cuando en el siglo XIV el monje Occidental Barlaam vino a Bizancio y predicaba como creada gracia la (increada energía) Jaris de Dios, los Ortodoxos, mediante san Gregorio Palamás, demostraron y confesaron increada a la energía divina Jaris.
Esta diferencia es notable y muy importante. Si la divina Jaris es creada, no puede producirse la zéosis del hombre, es decir, unirse, comulgar y hacerse dios el hombre por la Jaris (el hombre se prepara y la operación la hace la increada energía Jaris). La finalidad de la vida en Cristo, si la divina Jaris es creada, no puede ser la zéosis, sino solamente un mejoramiento moral. Por eso los heréticos Occidentales no hablan de la zéosis como finalidad de la vida del hombre, sino de una mejora moral; debemos hacernos hombres mejores, pero no dioses/as por la (increada energía) Jaris. 
En consecuencia la Iglesia no puede ser comunión en la zéosis, sino institución que proporciona la justícia o derecho a los hombres de una manera judicial, legislativa y jurisprudencialmente mediante la creada gracia. En definitiva, queda abolida, se suprime la misma verdad de la Iglesia como realidad de la comunión zeantrópina (dioshumana).

En este caso los Misterios de la Iglesia no serían señales de la presencia de Dios en la Iglesia y la comunión con la increada energía Jaris del Dios Trino, sino como si fueran “grifos” que abre la Iglesia y así corre la creada gracia, con la cual esperan los hombres beneficiarse y justificarse jurídicamente. Así también los Misterios se consideran y se toman juridicamente y no eclesioloógicamente. La áskisis ejercicio, ascesis, entrenamiento (espiritual) cae en una gimnasia moral, humanista. El cristiano luchador no puede tomar experiencia de la increada energía Jaris. No contempla lo increado, la luz Tabórea (del monte Tabor en la Metamórfosis de Cristo), sino que se queda aparáclitos (desconsolado) y no amado por la (energía) de la luz Divina, según san Gregorio Palamás. No participa en la doxa-gloria, el esplendor y la realeza del Dios Trino. Así la teología, sin la experiencia de la increada Luz, se convierte en escolástica e intelectual. El hombre se queda encerrado en una cárcel oscura del presente mundo sin abertura y sin presaborear la realeza venidera.
Nuestra Iglesia Ortodoxa con sus grandes Sínodos del siglo XIV confirmó, ratificó la didascalia o enseñanza sobre el discernimiento de οὐσία (usía, esencia, sustancia) y ἐνέργεια (energía) de Dios ambas increadas y sobre Sus increadas Energías y la increada Luz, e hizo de ésto su teología. Proclamó a San Gregorio Palamás como didáscalos, gran maestro incofundible e iluminador de la Iglesia, y anatematizó a los que no aceptan esta enseñanza. Los papistas hasta hoy no han aceptado esta didascalia y muchos hacen la guerra contra el Megadidáscalos San Gregorio Palamás. 

Ésta es también una diferencia de importante valor que no se ha discutido en el diálogo y por si misma se impone en discutir en el diálogo. ¿Por qué se supone que tiene que hacerse la unión? ¿Podemos nosotros creer en la increada energía y ellos en creada? Recordemos aquí el logos de San Gregorio el Teólogo contra los guerreantes del espíritu: “Si no es Dios el santo Espíritu que se deifique primero Él y después que deifique a mí que soy del mismo valor que El? (si el Espíritu santo es creado entonces el hombre como creado también es igual que el santo Espíritu). (San Gregorio el Teólogo. Para los que llegaron de Egipto, 1985,tomo 2º pág.142).

Inconmovible fe de la Ortodoxa Iglesia es que la divina Jaris es increada energía del Dios Trinitario y se ve mística e inefablemente en los perfectos y santos como increada Luz, como tabórica Luz. Ésta es la experiencia de la Iglesia, tal como la vivieron los Santos a lo largo de los siglos.

Según San Marcos de Éfeso el Amable: “Nosotros decimos increada a la divina naturaleza, como son también increadas la voluntad y la energía, según los Padres; por otro lado los ortodoxos latinizantes junto con los Latinizantes (los de espíritu francolatino) y con el Tomás (el Aquino) identifican la voluntad con la esencia (sustancia) y sobre la divina energía dicen que es creada, aunque se llama deidad, luz divina y santa inmaterial, Espíritu santo o algo más parecido. Y así las malastutas creaciones creen en deidad creada, en luz divina creada y creado Espíritu santo». (San Marco de Efeso. Epístola hacia todos los Ortodoxos Cristianos que están en toda la tierra y las islas,. En Juan Karmiris los monumentos Dogmáticos y simbólicos de la Iglesia Ortodoxa Católica. Atenas 1960, tomo 1º pág.428)

Experiencias y ejemplos personales de santos yérontas (stárets) contemporáneos como Sofronio y Paisios certifican la verdad y la razón sobre ésto. El bienaventurado yérontas Sofronio Sajarof, ayiorita y fundador del Monasterio de San Juan el Precusor en Essex, en Inglaterra, expresó la experiencia de la Luz increada en sus interesantísimos libros, que escribió y nos los dejó como herencia por agapi-amor (increada energía). (S. Sofronio.- Contemplamos a Dios tal como es./ San Siluan el Athonita./ Sobre la oración etc.)

m) El Estado del Vaticano. El Vaticano es un centro, un palacio con un mecanismo administrativo- sistema de la Romanocatólica-Papista Iglesia y del estado Papista. El Papa es el jefe de la Iglesia Romanocatólica y a la vez el jefe del estado del Vaticano, que dispone de ministros, de economía, antiguamente de ejercito y hoy de policía, diplomacia y cualquier otra cosa que constituye un estado.
Todos conocemos cuantas guerras sangrientas y de larga duración fueron hechas en el pasado por los Papas y sobre todo durante “la lucha o guerra de rodeo” que empezó por el Papa Gregorio VII en 1075 y duró 200 años. La finalidad de estas guerras era la seguridad y la extensión del estado del Vaticano. Hoy también, y a pesar de su empequeñecimiento, el estado del Vaticano se entromete enérgicamente y activamente e impulsa soluciones a favor de sus intereses, con el resultado de graves heridas a otros pueblos y sobre todo Ortodoxos, tal como recientemente en la guerra de Croatas y Musulmanes contra los Ortodoxos Serbios.
El Papa en varios países es representado por el Nuncio, que es su ojo y su oído. En Atenas está el Arzobispo Latino, el Epíscopo Uniata y el Nuncio. Estos oficios papocesáricos se resumen característicamente en lo que dijo el Papa Inocencio III (1198-1216), el más grande de los Papas de la edad media, en su discurso de entronización: “El que tiene la novia es el novio. Pero esta novia (la Iglesia) no se casó con las manos vacías, sino que me ofreció un dote incomparable, es decir, la plenitud de los bienes espirituales y la magnitud de los mundanos, la grandeza y la abundancia de ambos… Como símbolo de los bienes mundanos me dio la Corona, la Mitra por el Sacerdocio, la Corona para el reino y me hizo representante de Aquél que en su prenda y su muslo fue escrito: “Rey de los reinados y Señor de los señores” (Migne, PL217, 665 AB. Y Archimandrita Bilalis, Ortodoxia y Papismo, pág. 155, Atenas). Según la tradición Occidental, el emperador tenía que sostener la brida del caballo papista en los encuentros oficiales, demostrando así su sumisión al Papa.

La coexistencia en la misma persona de la autoridad eclesiástica y política es según las enseñanzas de nuestro Señor y de los Santos Apóstoles inaceptable. Es conocida la frase del Señor: “Dad al César las que pertenecen al César y a Dios las que pertenecen a Dios” (Marc.12,17). Esta coexistencia, San Nicodemo el Ayiorita la describe así: “mezcla, mixtura inmezclable y bestia alocada” (Pidalion, pág.109). Es señal de terrible mundanización de la Iglesia la confusión y mezcla de las dos autoridades, la espiritual y la mundana, de los dos reinos, el celeste y el terrenal. Así la Iglesia sucumbe a la segunda tentación de Cristo por el diablo, que le pidió que le reverenciara, para darle el poder y autoridad de todos los reinos del mundo. El Señor le contestó: “Al Señor tu Dios reverenciarás y a Él solo adorarás y alabarás” (Mat 4´10). Recordemos al Gran Inquisidor de Dostoyefski. De esta mezcla inmezclable se influencia desfavorablemente y se mundaniza toda la institución de la Iglesia.

Esta diferencia nuestra con el Vaticano es de suma importancia y se tiene que discutir en el diálogo. ¿Como puede la Santa Iglesia Ortodoxa unirse con una Iglesia que es también Estado?
Es digno de mencionar aquí que una cosa es el poder del estado y la otra, por economía, la toma provisional de misión de etnarca para consuelo y apoyo de miembros de la Iglesia que se encuentran en régimen de esclavitud. Nuestra Iglesia siempre en difíciles períodos históricos de esclavitud y represión ponía sobre el Patriarca y el Epíscopo los deberes y obligaciones de Etnarca. Pero el Etnarca tenía una misión distinta que el presidente de la democracia o primer ministro, los cuales se han el se han encargado del poder del estado. El Etnarca es el protector del perseguido y maltratado pueblo Ortodoxo. Es muy conocida la importancia de la misión que cumplieron los Patriarcas Ecuménicos como Etnarcas, no solo de los Elenos Ortodoxos, sino de todos los pueblos Ortodoxos durante el período de la esclavitud Turca, muchos de los cuales pagaron con su sangre su misión, porque fueron maltratados, atormentados y matados por los Turcos, como San Gregorio V´.






Existen mas diferencias ( leer también , pero estan son las principales, y más que suficientes para demostrar lo que es Iglesia y lo que no, lo que es verdad y lo que no. Creemos que nuestra Iglesia es la Una, Santa, Católica y Apostólica Iglesia de Cristo, que tiene la plenitud de la Verdad y de la Jaris (energía increada). Nos entristecemos porque los heterodoxos cristianos no pueden disfrutar de esta plenitud, y sobre todo porque es cierto que intentan algunas veces arrastrar y proselitizan a los Ortodoxos Cristianos en sus comunidades.  Oramos para que el primer Pastor, Cristo, el único infalible Jefe y Cabeza de la Iglesia, les conduzca a la Santa Iglesia Ortodoxa, que es la casa paternal de ellos, de la cual una vez se desviaron, y oramos para que a nosotros los Ortodoxos nos ilumine (con su increada Jaris, ya que ellos no la aceptan así) de manera que permanezcamos hasta la muerte fieles a la santa y original (no innovada) Fe nuestra, nos ayude a consolidarnos y a profundizar lo más posible en ella, “hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, en personas perfectas, a la medida que corresponde a la plenitud de Cristo. (Ef. 4´13) 

La Ortodoxia no es una religión, es fe en apocalipsis, revelación de Dios a los hombres. La columna vertebral de la Ortodoxia es limpieza del pecado y las pasiones (“κάθαρσης”, [kázarsis], iluminación de nuestra oscuridad causada por el pecado (“φωτισμός”, [fotismós]) y “zéosis”, hacernos, mediante el Dios-hombre Cristo, hombres-dioses (“θέωσης”), más el discernimiento entre esencia y energía increadas y creadas. Es la auténtica psicoterapia y “fe energizada por la agapi-amor” (Gal.5,6), la increada energía amor de Jristós, energizada por la increada energía Jaris (gracia) del Dios Trina. En nuestra Iglesia se sana el hombre físicamente y psíquicamente como dice la Divina Liturgia, “Cristo el médico de nuestros cuerpos y psiques”, sanación del hombre (Adán) enfermo a causa del oscurecimiento de su nus, ojo de la psique, por el movimiento de la energía maligna de su propia voluntad (Eva) egoísta y orgullosa y del Maligno. 
Los heterodoxos, con negar la plenitud de la verdad, se separaron de la Iglesia. Por eso son heréticos. Por lo tanto están privados de la santificadora jaris (gracia, energía increada) del Espíritu Santo, y sus Misterios-Sacramentos son inválidos. Pues, el bautismo que realizan no puede introducir a la Iglesia de Cristo.

El canon 68 de los Santos Apóstoles nos dice: “…porque, no es posible que sean creyentes o clérigos los bautizados y ordenados por los heréticos”. Y san Nicodemo el Aghiorita añade: “El bautismo de todos los heréticos es impío, blasfemo y no tiene ninguna kinonía-comunión, conexión con el de los Ortodoxos”. Para leer más en relación:


A la Iglesia de Occidente, como es enorme, le pasó lo mismo que le pasa al enorme elefante, el cual cuando cae no puede levantarse. Pero si ellos piden ayuda, nosotros estamos bien dispuestos y prestos a extender la mano sanadora y salvadora de ayuda. (San Gregorio Palamás)