Tono grave. Evangelio de Resurrección 4 (EOTHINON 4, p.6)
LECTURA DEL LIBRO DE LOS APOSTOLES (1 Cor. 1, 1-10 )
Salutación
1 Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, y el hermano Sóstenes, 2 a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro: 3 Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
Acción de gracias por dones espirituales
4 Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús; 5 porque en todas las cosas fuisteis enriquecidos en él, en toda palabra y en toda ciencia; 6 así como el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros, 7 de tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo; 8 el cual también os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo.
9 Fiel es Dios, por el cual fuisteis llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor.
¿Está dividido Cristo?
10
Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo,
que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros
divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en
un mismo parecer.
EVANGELIO
PRIMER DOMINGO DE LUCAS
Lectura del santo Evangelio según san Lucas. (5, 1- 11)
En aquel tiempo, Jesús estaba en la orilla del lago Genesaret y la gente se agolpaba sobre él para oír la Palabra de Dios, cuando vio dos barcas que estaban a la orilla del lago. Los pescadores habían bajado de ellas, y lavaban las redes.
Subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar.
Simón le respondió: Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes. Y, haciéndolo así, pescaron gran cantidad de peces, de modo que las redes amenazaban romperse.
Hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que vinieran en su ayuda.
Vinieron, pues, y llenaron tanto las dos barcas que casi se hundían.
Al verlo Simón Pedro, cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos con él estaban, a causa de los peces que habían pescado.
Y lo mismo de Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: No temas. Desde ahora serás pescador de hombres. Llevaron a tierra las barcas y, dejándolo todo, le siguieron.
HOMILIA I
A UN LUGAR IDÍLICO NOS LLEVA HOY ESTA LECTURA EVANGÉLICA,
en las costas del lago de Genesaret. Luz, paz, serenidad...
"Aconteció que estando Jesús junto al lago de Genesaret". Presente aquí el Señor Jesús. El despertar de la naturaleza le ve estado él solo en la costa. No pasa sin embargo mucho tiempo y ya empiezan a acercarse multitud de personas alrededor Suyo, para escuchar de su santa boca los logos de Dios.
La aglomeración es ya grande. El Maestro no puede ser escuchado ni ser visto por toda esta multitud. Una solución existe: entrar en una de las dos barcas que están amarradas allí en el muelle y distanciarse un poco de la orilla, para poder desde allí hablar a la multitud de los hombres.
El propietario del barco, Simón, acepta la proposición del Señor. Y en breve el divino Maestro, sentado dentro del barco, enseña al pueblo la ley de Dios.
Habría ascendido bastante el sol, cuando hubo terminado la homilía. Entonces el Señor se gira hacia Pedro, y le dice:
-Simón, boga hacia lo profundo y echad las redes, para pescar.
-Maestro, toda la noche toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado. Ahora, a estas horas, nadie pesca. Pero, si lo dices Tú, abriré de nuevo la red y la echaré. "Mas en tu palabra echaré la red".
* * *
¿Qué haces, Simón? Tú, pescador veterano, ciencia se ha hecho para tí la pesca - ¿tú lo dices esto?; ¿Ahora no has dicho que en toda la noche -cuando nadie pesca- habéis estado trabajando no habéis pescado ni una escama?. Y ahora que tanto más os habéis cansado recogiendo vuestras redes, las vas a estropear para echarlas de nuevo al mar, mañana y mediodía? ¿Qué haces Simón?
-Espera un poco y verás qué hago. Recibirás tu respuesta a partir de los mismos hechos. Cuando un poco más tarde veas las barcas, la mía y la de mis compañeros, hundirse del peso de los peces, entonces entenderás qué significa sobrepasar la lógica humana frente a las órdenes de Cristo. Obedecer a su palabra. Entonces, si quieres, ven tú también a ayudarnos; tomar de cerca esta lección.
* * *
"Mas en tu palabra echaré la red"
Quiero yo también ir contigo, Pedro. Ver también yo en mi vida de a diario el milagro de la fe, de la confianza en Cristo allí donde todos los demás - y lo mismo mi cerebro- me dicen lo contrario.
Ahora soy alumno. Me preparo para exámenes. En la academia hago pruebas regularmente. Y las ponen el Domingo por la mañana. Sé que no puedo perderlo. Sé sin embargo que no puedo perder tampoco el ir a la Iglesia el Domingo. ¿Qué hago...?. " Mas en tu palabra echaré la red". Espero en tu bendición más que en mis intentos.
Tengo todos los requisitos para trabajar en verano en una tienda como responsable con un gran salario.
Percibo sin embargo que allí mi integridad moral peligra. Caigo en un dilema... Finalmente lo decido. "Mas en tu palabra" dejaré el trabajo. Y esperaré Tu respuesta...
No lo aguanto que me tengan al margen. Me comportaré yo también como todos los chicos de mi edad. Misma ropa, misma conducta. ¿O quizás...? Encuentro dificultad para tomar un decisión. Pero Tu voz es imperativa. De acuerdo, Señor. "Mas en tu palabra". Me atreveré a ser diferente...
"En tu palabra" sacrificaré la amistad, el triunfo mundano, el reconocimiento, mi puesto, lo que haga falta. Y entonces, verdaderamente, estaré frente a las iglesias.
Y sentiré que me sumerjo en las bendiciones divinas. Entonces yo también me inclinaré de agradecimiento, caeré sobre mis rodillas junto con Pedro y Te clamaré: "Señor, no merezco tantas bendiciones Ten misericordia de mí y hazme digno durante toda mi vida de dejarlo todo y de seguirte a Tí, que lo eres todo".
Del libro "Háblame, Cristo. Mensajes para jóvenes de los Evangelios de los Domingos". Archim. Apóstolos J. Tsoláki. Ed. Sotir
HOMILIA II
(Extracto del libro “KYRIAKODROMON II’ – HOMILÍAS V’ de San Nicolás Velimirovic”, Editado – Traducido por: Petros Botsis, Atenas 2013)
Lectura del Evangelio: Lucas 5:1-11
El Señor es el dador de todo bien. Y todos los dones de Dios son perfectos. Poseen tal perfección que maravillan a la gente. Un milagro no es otra cosa que un don de Dios, admirable. La gente se maravilla ante los dones de Dios por su perfección.
Si la gente viviera con la pureza y la impecabilidad del paraíso, no esperaría que Dios resucitara a los muertos, multiplicara los panes o llenara las redes de peces para luego decir: "¡Miren el milagro!". Dirían esto de cada criatura de Dios, de cada momento y con cada aliento de su vida. Pero a medida que la gente se acostumbraba al pecado, cada milagro, de las innumerables cosas que Dios hace en el mundo, se ha convertido en algo común. Pero para que estos asuntos no pasen completamente desapercibidos, para que no se degraden por completo, Dios, en su misericordia hacia el enfermo, le concede un milagro más de los innumerables que le ha concedido, para despertarlo de la oscura y destructora costumbre de no ver nada sobrenatural en los milagros.
Con cada uno de sus milagros, Dios quiere recordar a la gente:
primero, que Él vela por el mundo, que lo gobierna con su voluntad omnipotente y su sabiduría.
segundo, que la gente no puede hacer nada sin Él. Ningún esfuerzo puede tener éxito sin la ayuda de Dios. Ninguna cosecha que se realiza sin la bendición de Dios da frutos. Cualquier sabiduría humana que se oponga a la Ley de Dios es incapaz de hacer el bien por sí misma ni de ofrecer siquiera un grano de mostaza. Aunque parezca que hace el bien por un tiempo, no es la sabiduría humana la que lo logra, sino la misericordia de Dios que, ni siquiera por una vez, no abandona ni al más acérrimo de sus enemigos. Dios ama a la gente, no se venga. Él es paciente con las personas, esperando su arrepentimiento. Desea que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2:4).
Sujeto por la costumbre a este mundo, el hombre a veces cree que puede lograr grandes cosas sin la ayuda de Dios, incluso en contra de sí mismo y de su Ley. El hombre sumiso cree que puede llegar a ser bueno, rico, sabio o famoso solo por sus propios esfuerzos. Sin embargo, esta sumisión muy pronto lo lleva a la desesperación, dándole así la sabiduría para volver conscientemente a Dios, o lo aleja, abrumado por la insoportable angustia del mundo, hasta que pierde por completo su valor humano o es literalmente entregado como una sombra a las manos de fuerzas invisibles del mal.
Por el contrario, quien cree que este mundo es una de las maravillas de Dios, como él mismo, siempre está investigando los caminos de la divina providencia, observando con asombro la infinita serie de milagros. Un hombre así puede hablar como el apóstol Pablo: «Yo planté, Apolos regó, pero Dios dio el crecimiento. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento» (1 Corintios 3:6-7). Un pensamiento similar se expresa en un proverbio común: «El hombre propone, pero Dios dispone».
El hombre propone planes, Dios los acepta o los rechaza. El hombre piensa, habla y actúa; Dios los adopta o no. ¿Qué adopta Dios? Lo que es suyo, lo que viene de Él. Lo que no es suyo, lo que no viene de Él, lo rechaza. «Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los constructores» (Salmos 69:1). Cuando los «constructores» construyen en nombre de Dios, erigirán un palacio, aunque sus manos sean débiles y sus materiales sean pobres. Pero si los constructores construyen en su propio nombre, sin tener en cuenta a Dios, la obra de sus manos caerá, como sucedió con la Torre de Babel.
La Torre de Babel no es el único edificio de la historia que cayó. Hubo muchas otras torres construidas por gobernantes mundanos, en su deseo de reunir a todas las naciones bajo un mismo techo —el suyo— y bajo una sola mano —la suya—. Muchas torres de riqueza, gloria y grandeza construidas por individuos, con el deseo de gobernar a las criaturas de Dios, al pueblo de Dios, es decir, de convertirse en pequeños dioses, se dispersaron y se convirtieron en humo. Pero las torres construidas por los apóstoles y santos, así como por otras personas temerosas de Dios, no se dispersaron. Muchos reinos creados por la vanidad de los hombres cayeron y se disolvieron como una sombra. Pero la Iglesia apostólica vive hasta nuestros días y se mantendrá erguida sobre las tumbas de muchos de los reinos actuales. Los palacios del César romano, que luchó contra la Iglesia, quedaron reducidos a cenizas. Pero las cuevas y catacumbas cristianas permanecen hasta nuestros días. Cientos de reyes y emperadores gobernaron Siria, Palestina y Egipto. De sus palacios de mármol solo quedan unas pocas losas en museos. Pero los monasterios y las ermitas y los templos construidos en la misma época por hombres de oración y ermitaños en barrancos y desiertos arenosos, se mantienen en pie hasta el día de hoy, desprendiendo la fragancia de oraciones e incienso que ha ascendido a Dios durante dieciséis o diecisiete siglos. No hay poder capaz de demoler la obra de Dios. Los palacios y ciudades idólatras están destruidos, pero los tabernáculos de Dios permanecen en pie. Lo que Dios sostiene permanece más firme que lo que Atlas sostiene sobre sus hombros.
“Para que nadie se jacte en la presencia de Dios” (1 Cor. 1:29). La carne es como la hierba, que espera a que se cumplan sus días para luego marchitarse y convertirse en cenizas. Que el Señor Todopoderoso nos libre de pensar que es posible hacer algo bueno sin su ayuda y bendición. Que el Evangelio de hoy nos sirva de advertencia para que tales pensamientos vanos nunca surjan en nosotros. El Evangelio de hoy nos enseña que los esfuerzos humanos son en vano si Dios no ayuda. Los apóstoles de Cristo pescaban, pero no pescaron nada. Pero cuando Cristo les dijo que volvieran a echar las redes al mar, pescaron tantos peces que las redes no aguantaban su peso y se rompían. Sigamos la historia:
“Y aconteció que, mientras la multitud se agolpaba sobre él para oír la palabra de Dios, se encontraba junto al lago de Genesaret. Y vio dos barcas junto al lago; y los pescadores habían desembarcado y lavaban sus redes. Y subiendo a una de las barcas, la cual era de Simón, le pidió que la alejara un poco de tierra. Y sentándose, enseñaba a la multitud desde la barca” (Lucas 5:1-3).
Este fue uno de los incidentes que tuvieron lugar cuando grandes multitudes se reunieron para escuchar la palabra de Dios de labios de Cristo. Para que todos pudieran verlo y oírlo, no pudo haber elegido mejor lugar que una barca. Había dos barcas en la orilla, y los pescadores estaban ocupados lavando sus redes. Estas barcas eran típicas barcas de pesca pequeñas, como las que se usan hoy en día en el lago de Genesaret. La barca en la que entró el Señor pertenecía a Simón, quien más tarde se convertiría en el apóstol Pedro. El Señor le pidió a Simón que se alejara un poco de la orilla, y luego se sentó y comenzó a enseñar a la multitud.
“Y cuando terminó de hablar, le dijo a Simón: ‘Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar’” (Lucas 5:4).
Cuando entró en la barca, el Señor tenía muchos objetivos en mente. Primero, le era más fácil enseñar a la gente desde la barca, ayudarlos y nutrir sus almas con su dulce enseñanza. Segundo, sabía que los pescadores estaban angustiados y decepcionados porque habían trabajado toda la noche sin haber pescado ni un solo pez. Por eso, quería consolarlos con una buena pesca, para satisfacer sus necesidades físicas y de otro tipo, porque Dios cuida tanto de nuestros cuerpos como de nuestras almas; Él es “el que da alimento a toda carne” (Salmo 111:25). En tercer lugar, el Señor quería saciar las almas de sus elegidos, fortaleciendo su fe en Él, en su omnipotencia y en su infinita misericordia. Por último, pero no menos importante, el Señor quería dejar claro a sus discípulos, y a través de ellos a todos nosotros, que con Él y por medio de Él, todo es posible; que todos los esfuerzos de los hombres sin su ayuda son tan vanos como las redes de los pescadores, que trabajaron toda la noche sin pescar ni un solo pez. El Señor había logrado su primer objetivo y ahora se dirigía al segundo. Así que le dijo a Simón que fuera mar adentro y echara las redes de nuevo.
Simón le respondió: «Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra echaré las redes». Y así lo hicieron, y recogieron una gran multitud. «Una gran multitud de peces, y su red se rompía. E hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que viniera a recogerlos». Y vinieron, y arrojaron ambas barcas al mar, de modo que estaban a punto de hundirse (Lucas 5:5-7).
Simón aún no sabía quién era Cristo. Lo llamaba "maestro", es decir, "señor", es decir, le mostraba respeto, como muchos otros. Pero estaba lejos de creer en Cristo como Hijo de Dios y Señor. Al principio se quejó de que habían trabajado toda la noche y no habían pescado ni un solo pez, pero como respetaba a Cristo como maestro bueno y sabio, quiso obedecerle y volver a echar las redes. Dios nunca recompensa tanto el trabajo de los hombres como un corazón obediente. La obediencia voluntaria de Pedro se demostró muy grande, ya que inmediatamente puso en práctica las palabras de Cristo, aunque debía estar cansado y sin dormir, empapado y desanimado, después de una noche de esfuerzo infructuoso.
Por eso su obediencia fue inmediatamente recompensada por la misericordia de Cristo y la obediencia de los peces, pues Aquel que creó a los peces les mandó con su Espíritu que recogieran y llenaran las redes. Los peces no tienen voz. Pero el Señor les ordenó con su propia voz que fueran a las redes, así como con su voz ordenó a los vientos que se calmaran y al mar agitado que se calmara. Los peces no oyeron la voz del Señor para que los recogiera en las redes. Su poder los llevó allí. Al reunir tantos peces en las redes, el Señor recompensó generosamente el esfuerzo de toda la noche de los pescadores, disipó sus preocupaciones y cubrió sus necesidades físicas. Así, ese mismo día, logró su segundo objetivo.
Cuando Simón y otro que estaba con él en la barca vieron una multitud tan grande de peces, algo que nunca antes habían visto en sus vidas, les indicó a sus compañeros que se acercaran con su propia barca. Y no solo la barca de Simón estaba llena de peces, sino también la de Santiago y Juan. Y estaban tan llenos que corrían peligro de hundirse por el peso de los peces. Y podrían haberse hundido si el Señor no hubiera estado con ellos.
Al verlo, Simón Pedro se arrodilló ante Jesús, diciendo: «Apártate de mí, Señor, porque soy un hombre pecador». Porque él y todos los que estaban con él se quedaron atónitos ante la abundancia de peces. Y también Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, compañeros de Simón (Lucas 5:8-10).
Impresionado por la inesperada visión, Pedro se arrodilló a los pies de Cristo. No dudó ni por un instante que tan buena pesca se debía a la presencia de Cristo en la barca y no a sus propios esfuerzos. Este incidente conmovió profundamente a Simón, por lo que ya no llamaba a Jesús «capataz», sino «Señor». Todo hombre puede ser «capataz», «jefe», pero solo hay un Señor. Cuando oyó al sabio maestro enseñar a las multitudes desde la barca cerca de la orilla, Simón lo llamó «Epistatis» o «Maestro». Pero ahora que vio esta obra milagrosa suya, lo confesó «Señor». ¡Observen cuánto más hablan las acciones que las palabras! Si pronunciamos incluso las palabras más dulces, nos llamarán maestros de hombres. Pero si respaldamos nuestras palabras con hechos, nos llamarán hombres de Dios. Quizás, mientras Simón escuchaba las palabras de Cristo, pensaba en la belleza y sabiduría con que enseñaba. El lector de corazones que vio todo esto, lo llamó a las profundidades para demostrarle que estaba haciendo lo que decía.
Prestemos atención a la forma en que Simón le habló al Señor. En lugar de expresar su gratitud y admiración por tan gran milagro, dijo: «Apártate de mí». ¿Acaso los habitantes de los gadarenos no le pidieron lo mismo a Cristo cuando sanó al endemoniado? Pidieron lo mismo también, pero no tenían el mismo motivo que Pedro. Los gadarenos expulsaron a Cristo de su tierra por avaricia, porque los demonios que Cristo expulsó del endemoniado hicieron que los cerdos se ahogaran. Pero Pedro continuó: «Porque soy pecador». Hombre. La razón por la que Pedro le pidió al Señor que se apartara de él fue la conciencia de su pecaminosidad e indignidad.
Esta conciencia de pecado ante Dios es una piedra preciosa para el alma. El Señor la valora más que todos los himnos formales de alabanza y acción de gracias. Cuando una persona canta muchos himnos de este tipo a Dios sin la conciencia de su pecado, no se beneficia en absoluto. La conciencia de pecado lleva al arrepentimiento, el arrepentimiento lleva a Cristo, y Cristo produce la regeneración. La conciencia de pecado es el comienzo del camino del hombre hacia la salvación.
Un hombre que ha vagado mucho tiempo por caminos errados no tiene nada mejor que hacer que encontrar el camino correcto. Y cuando lo encuentra, solo le queda seguirlo, sin mirar a la derecha ni a la izquierda. ¿De qué le sirvió al fariseo orar en la iglesia cuando, tratando de alabar a Dios, se alababa a sí mismo? No fue justificado ante Dios, como lo fue el recaudador de impuestos que se golpeó el pecho y gritó: "¡Dios, ten piedad de mí, pecador!". (Lucas 18:13). Este fue el comienzo de la iniciación de Pedro en la fe de Cristo. La culminación llegó más tarde, cuando muchos de los seguidores de Cristo comenzaron a alejarse de Él, mientras que Pedro le dijo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6:68). Pero ahora, al principio, asombrado por el poder de Cristo, le dice: «Apártate de mí».
Pedro no fue el único que se sintió sobrecogido por el temor. Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, así como todos los demás que estaban con ellos, estaban en la misma situación. Todos comenzaron con el temor del Señor y terminaron con el amor por Él. Como leemos en Proverbios, «el principio de la sabiduría es el temor del Señor» (Proverbios 1:7).
Al temor que sintió Pedro al arrodillarse ante Él, el Señor misericordioso y omnisciente respondió: «No temas; “Desde ahora serás pescador de los hombres” (Lucas 5:10).
Este mundo es un mar lleno de pasiones, Mi Iglesia es un barco y Mi Evangelio es una red donde pescarán. Sin Mí no pueden hacer nada. Pero conmigo tendrán tan buenos peces que llenarán sus redes. Basta con ser obedientes a Mí, como lo hicieron hoy. Y entonces ninguna profundidad los atemorizará y nunca volverán de pescar con las manos vacías.
“Y habiendo desembarcado las barcas, dejándolo todo, le siguieron” (Lucas 5:11).
Abandonaron las barcas. Que otros las tomen y hagan con ellas lo que quieran. Pedro dejó su casa y a su esposa. Santiago y Juan dejaron su casa y a su padre. Y todos le siguieron. ¿Por qué debían estar tristes? ¿Acaso no habían luchado toda la noche en vano? Aquel que todo lo puede podría alimentarlos a ellos y a sus familias. Aquel que adorna los lirios del campo y los hace más maravillosos que el propio rey Salomón les proveerá de ropa. Comida y ropa es lo mínimo que tienen para proveer. Aquí el Señor los llama a lo más grande: el reino de Dios. Si puede darles lo más grande, ¿es posible que no pueda darles lo menos? El mismo apóstol Pedro escribió más tarde: «Echen toda su ansiedad sobre él, porque él cuida de ustedes» (1 Pedro 5:7). Finalmente, si incluso los peces inertes en el agua le obedecen, ¿cómo podrían estos hombres, seres racionales, no hacer lo mismo?
Todo este incidente tiene un significado más profundo. La barca representa el cuerpo. Las redes rotas representan el viejo espíritu del hombre. Las profundidades del mar representan la profundidad del alma humana.
Cuando el Señor mora en un hombre obediente, este se aleja de la orilla del mundo material y pasa de las sombras estéticas a las profundidades espirituales. En estas profundidades, el Señor le revela la inmensurable riqueza de sus dones, por los que luchó en vano durante toda su vida. Estos dones son tan grandes que el viejo espíritu no los soporta y se desgarra. Por eso el Señor dijo que no se echa vino nuevo en odres viejos.
Cuando el hombre obediente ve la inmensurable riqueza de sus dones, se llena de asombro y admiración, tanto por la omnipotencia de Dios como por sus propios pecados. En este caso, quisiera esconderse de Dios, que Dios lo abandonara y que regresara a su antiguo espíritu y a su antigua vida. Pero tan pronto como la gloria de Dios y su misericordia se revelan al hombre, su pecaminosidad e indignidad, su alejamiento de Él, se le revelan instantáneamente.
Dios no abandonará al hombre a quien ha llevado a las profundidades. No tomará en serio su clamor: «Apártate de mí». Sabe que este clamor proviene de un hombre enfermo, y por eso le infunde valor y lo consuela con las palabras: «No temas».
Cuando Dios concede a un hombre obediente sus dones divinos e inefables, no quiere que estos dones se queden con él, como el talento que el siervo malvado escondió en el suelo. Dios le pide al hombre obediente que comparta sus dones con los demás. Por eso Pedro llamó a los hombres de la otra barca para que hicieran espacio y también pescaran allí. Compartieron su cosecha con los hermanos Santiago y Juan, así como con sus compañeros. Santiago, Juan y sus compañeros también se cansaron de arrastrar las redes, vaciar el pescado y remar hasta la orilla. Todo hombre obediente que recibe su don de alguien debe saber que este viene de Dios, no del hombre. Por lo tanto, debe comenzar de inmediato, sin demora, a trabajar para preservar, multiplicar y transmitir el don.
¿Qué significa el caso de los pescadores obedientes que llevaron sus barcas a la orilla, las abandonaron, así como todo lo que poseían, y siguieron a Cristo? Cómo el hombre dotado por Dios, al adentrarse en las profundidades, abandona el cuerpo con sus pasiones, así como todo vínculo pecaminoso con el que estaba atado hasta entonces; es decir, lo abandona todo. Abandona no solo su cuerpo y sus ataduras, sino también su viejo espíritu con todas sus ideas. Y luego sigue a Aquel que reviste a los que llama con la nueva vestidura de la salvación, quien siempre llama a los creyentes obedientes a las profundidades espirituales. El Señor dijo que Pedro se convertiría en pescador de hombres. Desde la gente común hasta pintores. Esto significa que los apóstoles, obispos, demás clérigos, así como todos los cristianos, a quienes Dios dotó con sus dones, deben trabajar con amor para pescar, es decir, salvar, a tantas personas como puedan, con la ayuda de sus dones. Cada uno luchará según su don: quien recibió muchos dones tendrá una cosecha más abundante; quien recibió menos, será menos responsable, como se ve en la parábola de los talentos. El siervo que recibió cinco talentos trajo diez, el otro que recibió dos talentos trajo cuatro. Pero nadie debe jactarse de los dones de Dios como si fueran suyos, ni ocultarlos de la gente ni enterrarlos en la tumba de su cuerpo. Tal persona será condenada por sí misma en el infierno de fuego, donde habrá llanto y crujir de dientes.
Este pasaje del Evangelio está lleno de enseñanzas para nosotros, para nuestra generación, así como las redes de los pescadores estaban llenas de peces benditos. ¡Ojalá la gente moderna pudiera aprender del Evangelio de hoy al menos la lección de la obediencia a Dios! Todas las demás enseñanzas serían entonces sus seguidores y todo el bien que el corazón del hombre desea sería atrapado en las redes de oro de la obediencia evangélica.
Tenemos ante nosotros dos ejemplos de obediencia: la obediencia de los peces y la obediencia de los apóstoles. ¿Cuál de las dos es más importante? Esto es evidente. Los peces obedecen el mandato del Señor y sacrifican sus vidas a sus pies. El Señor los creó para servir a las necesidades del hombre. Pero observemos cómo los peces también sirven para su necesidad espiritual. Para quienes se han alejado de Dios, para los rebeldes y desobedientes, son un ejemplo de obediencia a su Creador. Estos peces no podrían haber sido más conocidos si se les hubiera permitido vivir y nadar en el lago de Genesaret. Compraron sus vidas con el gran honor de servir al plan del Señor, el Redentor, como ejemplo y reproche para el hombre desobediente. La insondable misericordia del Señor es evidente aquí: el Señor usa a todas sus criaturas para devolver al hombre al camino que ha perdido, para despertarlo, para despertarlo y para elevarlo de nuevo a su antiguo valor y gloria.
El ejemplo de obediencia de los apóstoles también es conmovedor. La gente común suele tener vínculos más estrechos con sus hogares y familias que la gente mundana. La gente mundana tiene muchos y variados vínculos con el mundo. Y aunque uno de sus lazos se afloje, tienen muchos otros. Y, sin embargo, los pescadores comunes lo abandonaron todo, rompieron sus escasos pero muy fuertes vínculos con el mundo, con sus hogares y familias, y siguieron al Señor a las grandes y ricas profundidades espirituales sin llevarse nada consigo excepto a sí mismos. El tiempo ha demostrado que el Señor los recompensó generosamente por su obediencia. Surgieron pilares de la Iglesia de Dios en la tierra y grandes santos en su reino celestial. Apresurémonos, pues, a seguir su ejemplo de obediencia. La noche de nuestro viaje terrenal está terminando. Todos los trabajos de la noche son en vano, nuestras redes están vacías, nuestros corazones están llenos de malicia, nuestras almas y mentes se mueren de hambre, privadas de la ayuda de Dios. El bondadoso Señor está junto a la barca de cada uno de nosotros y nos llama. Él, el Creador omnisciente, nos pide a cada uno que lo dejemos subir a la barca y viajemos con él lejos de las sombras y tormentas de la vida, hacia las grandes profundidades del mar espiritual. Allí llenaremos nuestra barca con todos los bienes que deseamos. Obedezcámosle ahora, mientras nos llama, porque al amanecer ya no lo veremos como un suplicante, sino como un Juez. No rechacemos su petición de entrar en nuestros corazones y almas, como Pedro no la rechazó. Él no nos pide por sí mismo, sino por nosotros. Sepan que no es fácil para el Purísimo entrar bajo un techo impuro. Sepan que lo que Él hace es un sacrificio, pero lo hace por amor a nosotros. No nos pide que entremos para recibir, sino para dar. Solo quiere que aceptemos su ayuda y sacrificio. Hermanos míos, escuchemos la voz que nos llama, antes de que la voz del Juez llegue a nuestros oídos.
Gloria y alabanza a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, junto con el Padre y el Espíritu Santo, Trinidad consustancial e indivisible, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
FUENTE: https://www.impantokratoros.gr/1637A5C6.el.aspx




