La mayor parte de los más de trescientos años desde el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés, esta sufrió frecuentes persecuciones infligidas por el Imperio Romano. Con la llegada de San Constantino y el Edicto de Milán, en el año 313, las persecuciones civiles llegaron a su fin, al menos durante un tiempo. Sin embargo, durante aquellas persecuciones, cuando la Iglesia había sido abundantemente bautizada por la sangre de los mártires y confesores, en vez de disminuir y desaparecer en la historia, la pequeña semilla del cristianismo creció y se extendió por todo el imperio romano. No todos los que fueron llamados ante las autoridades civiles fueron condenados a muerte por su firmeza en la fe; muchos fueron mutilados, torturados y encarcelados, y más tarde puestos en libertad. Estos individuos son conocidos en la Iglesia como “confesores”.
El concilio fue convocado por San Constantino, llamando a todos los obispos de la cristiandad a la ciudad de Nicea, principalmente para resolver el asunto sobre la controversia arriana. Se cuenta que, de camino hacia el Concilio de Nicea, le ocurrió lo siguiente a San Espiridón:
“La fama del obispo se había extendido más allá de la pequeña isla de Chipre, y los que se pusieron del lado de Arrio fueron buscando de alguna forma que asistiera al Concilio. A pesar de que el obispo era relativamente inculto en el sentido formal de la palabra, los milagros obrados por medio de él eran bien conocidos y los arrianos temían que sus obras influenciaran las decisiones de los padres más doctos.
Cuando Espiridón detuvo su viaje para descansar durante una noche en una posada, los arrianos llegaron al amparo de la oscuridad, y decapitaron a los caballos que tiraban de su carro. Cuando amaneció y los compañeros de San Espiridón vieron lo que los herejes habían hecho, un siervo corrió a contarlo al obispo. San Espiridón puso su esperanza en el Señor y dijo al siervo que volviera y pusiera las cabezas de los caballos de nuevo en sus cuerpos. El siervo acudió velozmente e hizo lo que se le había dicho, pero en su premura, colocó la cabeza del caballo blanco en el cuerpo del caballo negro, y la cabeza del caballo negro en el cuerpo del caballo blanco. A su vez, los caballos volvieron a la vida y se pusieron en pie.
La gracia que se obró en San Espiridón demostró ser más poderosa esclareciendo cuestiones que todo el conocimiento que poseían los demás. Con la invitación del emperador Constantino, hubo un número de filósofos helénicos que fueron llamados “perinatitiki”, presentes en el concilio de Nicea. Entre estos filósofos, había uno que era muy sabio y hábil, y partidario de Arrio. Su sofisticada retórica era como una espada de doble filo que cortaba profundamente. Intentó destruir con audacia la enseñanza ortodoxa.
El bendito Espiridón pidió una oportunidad para abordar en particular a este filósofo. Debido a que este obispo era un hombre sencillo que sólo conocía a Cristo crucificado, los santos padres eran reacios a dejarlo hablar. Sabían que no tenía conocimiento sobre la educación helenística y tenían miedo de permitirle que coincidiera con las habilidades verbales de estos filósofos. Pero Espiridón, conociendo la fuerza y el poder que viene de lo alto, y lo débil que es el conocimiento humano en comparación con su poder, se acercó al filósofo, y le dijo: “En el nombre de Jesús Cristo, escúchame y escuchad lo que tengo que deciros”.
El filósofo, mirando al obispo, sintió en cierta manera algo de diversión. Bastante seguro de que con sus propios talentos retóricos haría parecer ignorante al pobre clérigo, respondió orgullosamente: “Adelante, te escucho”.
El santo dijo: “Dios, que creó el cielo y la tierra, es uno. Formó al hombre del polvo y creó todo lo que existe, visible e invisible, por medio de su Logos (~ palabra) y de su Espíritu. Afirmamos que ese Logos es el Hijo de Dios, el Dios verdadero, que tuvo misericordia de nosotros, porque estábamos perdidos. Nació de la Virgen, vivió entre los hombres, sufrió la pasión, murió por nuestra salvación y se levantó de entre los muertos, y resucitó a toda la raza humana con él. Esperamos su venida para que nos juzgue con justicia, y para recompensar a cada uno según su fe. Creemos que Él es consubstancial con el Padre, que habita juntamente con él y es igualmente adorado. Creemos todas estas cosas sin tener que examinar cómo sucedieron, ni somos tan ignorantes como para cuestionarlas, pues estas cuestiones exceden la comprensión del hombre, y son muy superiores a todo conocimiento”.
San Espiridón, al igual que muchos otros obispos, también fue sometido a tales torturas y mutilación. Un relato declara que uno de sus ojos fue cortado y la pantorrilla de su pierna izquierda, cercenada. Una vez más, Eusebio, en su Historia de la Iglesia, afirma que tal era, en efecto, la práctica durante el reinado de Diocleciano cuando, cansado de matar, saciado…. por el derramamiento de sangre, ellos (es decir, los emperadores), se volvían a lo que les parecía era bondad y humanidad… No era de buen gusto, decían, contaminar la ciudad con la sangre de la gente de su propia raza… Las órdenes entonces imponían que los ojos fueran arrancados y las piernas fueran mutiladas.
No contento con perseguir simplemente a la joven Iglesia desde el exterior, también el maligno luchaba en aquel momento, como en todo tiempo, contra la fe desde su interior. Surgieron las herejías en la Iglesia desde sus primeros días. Muchas falsas enseñanzas desaparecían rápidamente, pero otras surgían al mismo tiempo.
Pero, con la llegada de San Constantino, y surgiendo la paz sobre la Iglesia desde el exterior, una herejía cancerosa la amenazó desde sus propias filas, el arrianismo, que proclamó que “hubo un tiempo en el que el Hijo no estaba”, con lo que Cristo, el Hijo de Dios, no era igual al Padre. Esta fue la mayor y más grave de las herejías que habían surgido hasta entonces en la Iglesia. Sus partidarios eran numerosos y amenazaban con dividir completamente a la Iglesia. Fue la discordia suscitada por el arrianismo lo que condujo a la reunión del Primer Concilio Ecuménico.
De todos los concilios locales y “ecuménicos” que definieron la fe, el concilio celebrado en Nicea en el año 325, convocado por San Constantino el Grande, es probablemente el más conocido. Fue el primero en ser convocado bajo condiciones de libertad religiosa para la Iglesia. También ha sido el más impresionante, pues esta reunión de obispos y líderes de la Iglesia fue un testimonio visible de los sufrimientos que la Iglesia había padecido bajo la persecución del imperio. ¡Cuántos de los padres, como San Espiridón, llegaron a Nicea mutilados, llevando heridas y cicatrices frescas por las torturas sufridas en nombre de Cristo!
El concilio fue convocado por San Constantino, llamando a todos los obispos de la cristiandad a la ciudad de Nicea, principalmente para resolver el asunto sobre la controversia arriana. Se cuenta que, de camino hacia el Concilio de Nicea, le ocurrió lo siguiente a San Espiridón:
“La fama del obispo se había extendido más allá de la pequeña isla de Chipre, y los que se pusieron del lado de Arrio fueron buscando de alguna forma que asistiera al Concilio. A pesar de que el obispo era relativamente inculto en el sentido formal de la palabra, los milagros obrados por medio de él eran bien conocidos y los arrianos temían que sus obras influenciaran las decisiones de los padres más doctos.
Cuando Espiridón detuvo su viaje para descansar durante una noche en una posada, los arrianos llegaron al amparo de la oscuridad, y decapitaron a los caballos que tiraban de su carro. Cuando amaneció y los compañeros de San Espiridón vieron lo que los herejes habían hecho, un siervo corrió a contarlo al obispo. San Espiridón puso su esperanza en el Señor y dijo al siervo que volviera y pusiera las cabezas de los caballos de nuevo en sus cuerpos. El siervo acudió velozmente e hizo lo que se le había dicho, pero en su premura, colocó la cabeza del caballo blanco en el cuerpo del caballo negro, y la cabeza del caballo negro en el cuerpo del caballo blanco. A su vez, los caballos volvieron a la vida y se pusieron en pie.
El santo dio gracias a Dios, subió de nuevo a su carruaje y siguió su camino hacia el concilio. Toda la gente que vio esto quedó asombrada, pues el caballo negro tenía una cabeza blanca y el caballo blanco tenía una cabeza negra. Lo mejor de todo fue que el malvado plan de los herejes falló y el santo llegó al concilio, donde mostró ser un gran defensor y maestro de la fe.
Cuando el concilio se reunió, los padres ortodoxos instaron a Arrio a confesar que el Hijo de Dios es de la misma esencia de Dios Padre. Los que apoyaban a Arrio, incluidos varios importantes obispos, entre los que se encontraba Eusebio de Nicomedia (que no debe confundirse con el Eusebio mencionado anteriormente, que fue obispo de Cesarea), Mario de Calcedonia y Teogonio de Nicea. Estos hombres aceptaron la locura de Arrio, diciendo la blasfemia de que el Hijo de Dios es un ser creado.
Entre los que lucharon por la verdadera fe se incluía a Alexander, que fue nombrado entre los santos de la Iglesia, pero que, en el año 325, todavía era un sacerdote aunque sin embargo fue enviado a Nicea como representante de San Mitrofán, patriarca de Constantinopla, que no pudo asistir debido a una enfermedad, así como San Atanasio, que por entonces servía como diácono en la Iglesia de Alejandría. La teología de Atanasio y la defensa de la fe fueron profundas, así como las declaraciones de Alejandro, mas por el hecho de que estos hombres no eran obispos, su sabiduría en la fe fue una fuente de particular vergüenza para los arrianos.
Cuando el concilio se reunió, los padres ortodoxos instaron a Arrio a confesar que el Hijo de Dios es de la misma esencia de Dios Padre. Los que apoyaban a Arrio, incluidos varios importantes obispos, entre los que se encontraba Eusebio de Nicomedia (que no debe confundirse con el Eusebio mencionado anteriormente, que fue obispo de Cesarea), Mario de Calcedonia y Teogonio de Nicea. Estos hombres aceptaron la locura de Arrio, diciendo la blasfemia de que el Hijo de Dios es un ser creado.
Entre los que lucharon por la verdadera fe se incluía a Alexander, que fue nombrado entre los santos de la Iglesia, pero que, en el año 325, todavía era un sacerdote aunque sin embargo fue enviado a Nicea como representante de San Mitrofán, patriarca de Constantinopla, que no pudo asistir debido a una enfermedad, así como San Atanasio, que por entonces servía como diácono en la Iglesia de Alejandría. La teología de Atanasio y la defensa de la fe fueron profundas, así como las declaraciones de Alejandro, mas por el hecho de que estos hombres no eran obispos, su sabiduría en la fe fue una fuente de particular vergüenza para los arrianos.
La gracia que se obró en San Espiridón demostró ser más poderosa esclareciendo cuestiones que todo el conocimiento que poseían los demás. Con la invitación del emperador Constantino, hubo un número de filósofos helénicos que fueron llamados “perinatitiki”, presentes en el concilio de Nicea. Entre estos filósofos, había uno que era muy sabio y hábil, y partidario de Arrio. Su sofisticada retórica era como una espada de doble filo que cortaba profundamente. Intentó destruir con audacia la enseñanza ortodoxa.
El bendito Espiridón pidió una oportunidad para abordar en particular a este filósofo. Debido a que este obispo era un hombre sencillo que sólo conocía a Cristo crucificado, los santos padres eran reacios a dejarlo hablar. Sabían que no tenía conocimiento sobre la educación helenística y tenían miedo de permitirle que coincidiera con las habilidades verbales de estos filósofos. Pero Espiridón, conociendo la fuerza y el poder que viene de lo alto, y lo débil que es el conocimiento humano en comparación con su poder, se acercó al filósofo, y le dijo: “En el nombre de Jesús Cristo, escúchame y escuchad lo que tengo que deciros”.
El filósofo, mirando al obispo, sintió en cierta manera algo de diversión. Bastante seguro de que con sus propios talentos retóricos haría parecer ignorante al pobre clérigo, respondió orgullosamente: “Adelante, te escucho”.
El santo dijo: “Dios, que creó el cielo y la tierra, es uno. Formó al hombre del polvo y creó todo lo que existe, visible e invisible, por medio de su Logos (~ palabra) y de su Espíritu. Afirmamos que ese Logos es el Hijo de Dios, el Dios verdadero, que tuvo misericordia de nosotros, porque estábamos perdidos. Nació de la Virgen, vivió entre los hombres, sufrió la pasión, murió por nuestra salvación y se levantó de entre los muertos, y resucitó a toda la raza humana con él. Esperamos su venida para que nos juzgue con justicia, y para recompensar a cada uno según su fe. Creemos que Él es consubstancial con el Padre, que habita juntamente con él y es igualmente adorado. Creemos todas estas cosas sin tener que examinar cómo sucedieron, ni somos tan ignorantes como para cuestionarlas, pues estas cuestiones exceden la comprensión del hombre, y son muy superiores a todo conocimiento”.
En silencio durante un momento, el obispo continuó diciendo: “¿No te das cuenta de cuán cierto es todo esto, oh filósofo? Considera este humilde y simple ejemplo: somos seres mortales creados y no somos dignos de ser semejantes a Aquel que en su ser es divino e inefable. Puesto que tendemos a creer más fácilmente por lo que perciben nuestros ojos que por lo que simplemente escuchamos con nuestros oídos, quiero demostrar algo usando este ladrillo. Está compuesto de tres elementos que se combinan para que sea un solo ser y naturaleza”.
Diciendo esto, San Espiridón hizo la señal de la santa cruz con la mano derecha mientras que, sosteniendo el ladrillo en la izquierda decía: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, mientras sostenía el ladrillo. De inmediato, las llamas se elevaron en el aire, el agua cayó a tierra, y sólo la arcilla permaneció en su mano.
Los testigos oculares de este milagro se llenaron de terror, especialmente el filósofo. Se quedó sin habla, como el que era mudo de nacimiento, y no encontró palabras para responder al santo sobre el divino poder que se había manifestado, según lo que está escrito: “Pues no en palabras consiste el reino de Dios, sino en fuerza” (1 Corintios 4:20).
Finalmente, humillado y convencido, dijo el filósofo: “Creo lo que nos has dicho”.
San Espiridón le dijo: “Entonces ven y recibe el signo de la santa fe”.
El filósofo se volvió hacia sus compañeros y sus estudiantes que estaban presentes y dijo: “Escuchad. Cuando alguien me preguntaba, yo era capaz de refutar sus afirmaciones con habilidades retóricas. Pero mis palabras se desvanecen ante este anciano, que en lugar de utilizar la mera palabra, ha hablado mediante el poder y los milagros. Mi discurso es inútil contra tal fuerza, y el hombre no puede oponerse a Dios. Si alguno de vosotros se siente como yo, ceda a la evidencia, que crea en Jesús Cristo y siga conmigo a este anciano. Dios mismo ha hablado por medio de él”.
Así, el filósofo aceptó la fe cristiana, feliz de que el santo hubiera superado su propia lógica. Todos los fieles se regocijaron, y los herejes arrianos se encontraron perdidos.
Fue vital la participación de San Espiridón en el Concilio de Nicea, y de este modo los himnógrafos de la Iglesia fueron inspirados por Dios para componer palabras como estas para su oficio:
“Tus palabras adornaron la Iglesia de Cristo, y con tus obras ofreciste la gloria a la Imagen de Dios, oh bendito Espiridón”.
San Espiridón, al igual que todos los santos, no buscaba su propia gloria, sino que estaba dispuesto a sacrificarlo todo, incluso su propia vida, por Dios
Diciendo esto, San Espiridón hizo la señal de la santa cruz con la mano derecha mientras que, sosteniendo el ladrillo en la izquierda decía: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, mientras sostenía el ladrillo. De inmediato, las llamas se elevaron en el aire, el agua cayó a tierra, y sólo la arcilla permaneció en su mano.
Los testigos oculares de este milagro se llenaron de terror, especialmente el filósofo. Se quedó sin habla, como el que era mudo de nacimiento, y no encontró palabras para responder al santo sobre el divino poder que se había manifestado, según lo que está escrito: “Pues no en palabras consiste el reino de Dios, sino en fuerza” (1 Corintios 4:20).
Finalmente, humillado y convencido, dijo el filósofo: “Creo lo que nos has dicho”.
San Espiridón le dijo: “Entonces ven y recibe el signo de la santa fe”.
El filósofo se volvió hacia sus compañeros y sus estudiantes que estaban presentes y dijo: “Escuchad. Cuando alguien me preguntaba, yo era capaz de refutar sus afirmaciones con habilidades retóricas. Pero mis palabras se desvanecen ante este anciano, que en lugar de utilizar la mera palabra, ha hablado mediante el poder y los milagros. Mi discurso es inútil contra tal fuerza, y el hombre no puede oponerse a Dios. Si alguno de vosotros se siente como yo, ceda a la evidencia, que crea en Jesús Cristo y siga conmigo a este anciano. Dios mismo ha hablado por medio de él”.
Así, el filósofo aceptó la fe cristiana, feliz de que el santo hubiera superado su propia lógica. Todos los fieles se regocijaron, y los herejes arrianos se encontraron perdidos.
Fue vital la participación de San Espiridón en el Concilio de Nicea, y de este modo los himnógrafos de la Iglesia fueron inspirados por Dios para componer palabras como estas para su oficio:
“Tus palabras adornaron la Iglesia de Cristo, y con tus obras ofreciste la gloria a la Imagen de Dios, oh bendito Espiridón”.
San Espiridón, al igual que todos los santos, no buscaba su propia gloria, sino que estaba dispuesto a sacrificarlo todo, incluso su propia vida, por Dios
Fuentes consultadas: orthodoxfathers.com, cristoesortodoxo.com, orthodoxwiki.org, el.wikipedia.org, meteoronlithopolis.gr, sophia-ntrekou.gr