Exhortación a la penitencia.
Sus diocesanos no han hecho caso a su reprensión:
Aunque en algunas ocasiones, si bien desordenadamente, hablé de la reconciliación de los penitentes, recordando ahora la solicitud del Señor, que, ante la pérdida de una sola oveja, no titubeó en cargarla sobre su cuello y espaldas, devolviendo su querida (oveja) pecadora para completar su rebaño; trataré, en la medida de mis posibilidades, de describir con mi pluma tan gran dechado de virtud y, aunque siervo con mi escaso talento de siervo, imitaré la industriosa laboriosidad del Señor.
Mi único temor, amadísimos míos, es que, vituperando las costumbres de quienes se resisten a mis habituales amonestaciones, les enseñe a pecar más bien que a reprimir el pecado: que tal vez fuera mejor, a ejemplo de Solón, el ateniense, silenciar los delitos graves que precaverse de ellos; y que hasta tal punto hayan degenerado las costumbres de nuestras gentes que se consideren incitadas a una cosa cuando se les prohibe. Efectivamente, creo que el tratado del Ciervo logró últimamente este resultado: que se pusiera tanto mayor afán en celebrarlo cuanto era mayor el empeño en censurarlo. Y toda aquella crítica de un vicio frecuentemente señalado y condenado, no parece haber frenado sino enseñado el libertinaje. ¡Pobre de mí! ¿Qué crimen es el mío? Me parece que no sabrían hacer el ciervo si yo, con mi censura, no se lo hubiera enseñado.
Sea ello cierto. Los apóstatas o los excluidos de la Iglesia suelen ofenderse por la censura, indignados desde luego al ver que alguien se atreve a vituperar sus costumbres. Y así como el cieno suele oler mal principalmente cuando se mueve, y una hoguera arde más cuando se agita, y la rabia se irrita con mayor vehemencia si se la provoca, así también ellos suelen romper a patadas el aguijón de una censura necesaria, no por cierto sin lastimarse y herirse en la lucha.
Vosotros en cambio, amadísimos míos, recordad que ha dicho el Señor: Reprende al prudente, y te amará; reprende al necio, y te aborrecerá. Y también: Yo reprendo y castigo a los que amo. Y en consecuencia, creedme: el celo suave y atento puesto en este trabajo que he emprendido como vuestro hermano y vuestro obispo atendiendo a la voluntad del Señor, es fruto no del rigor sino de la caridad, que pretende ganaros con cariño, no venceros a fuerza de resistencia.
Además nadie se figure que este sermón sobre la penitencia vaya dirigido tan sólo a los penitentes y, así, todo aquel que no lo es en ninguno de sus grados, desprecie cuanto aquí se diga como destinado a los demás; pues con esta especie de broche se enlaza toda la doctrina de la Iglesia; ya que los catecúmenos han de velar por no caer, los fieles por no reincidir; y los mismos penitentes han de trabajar para conseguir rápidamente el fruto del arrepentimiento.
El orden de mis explicaciones será el siguiente: en primer lugar trataré de la clasificación de los pecados, para que nadie crea que se ha impuesto el sumo castigo a todos los pecados sin distinción. Luego hablaré de aquellos fieles que, ruborizándose de su remedio, en mala hora se avergüenzan y comulgan con el cuerpo y el alma igualmente manchados. Muy tímidos en presencia de los hombres, ante Dios en cambio sumamente atrevidos, contaminan con sus manos profanas y su boca sucia el altar que inspira respeto a los santos e incluso a los ángeles. En tercer lugar tratará mi sermón de aquellos que habiendo confesado y declarado debidamente sus pecados, ignoran o rechazan los remedios de la penitencia y los ejercicios propios con que esta penitencia se satisface.
Finalmente nos esforzaremos por manifestar con la máxima claridad qué castigo espera a quienes no hacen penitencia o incluso la desprecian, muriendo así con su llaga y su dolencia; y, por otra parte, qué corona, qué premio espera a quienes limpian las manchas de su conciencia con una confesión correcta y canónica.
(1-2; o.c. 137-139)