Cuando
el alma está en el amor de Dios, ¡qué bien todo entonces, qué lleno de
dulzura y de contento! Pero incluso entonces no se escapa a la
aflicción, y cuanto más grande sea el amor, tanto mayor será la
aflicción. La Madre d e Dios no pecó jamás, ni siquiera de un sólo
pensamiento, y no perdió jamás la gracia, pero hubo
de soportar también grandes aflicciones. Cuando estaba al pie de la Cruz, su pena era vasta como el océano. Los dolores de su alma eran incomparablemente mayores que los d e Adán cuando fue expulsado del Paraíso, ya que su amor era también incomparablemente mayor que el de Adán. Y si ella siguió en vida, fue únicamente porque la fuerza del Señor la sostenía, pues el Señor quería que viese su Resurrección y que después de la Ascensión permaneciera en la tierra para consolar y animar a los Apóstoles y al nuevo pueblo cristiano.
Nosotros no alcanzamos la plenitud del amor de la Madre de Dios y por ello no podemos comprender su dolor. Su amor era perfecto. Amaba inmensamente a su Dios y a su Hijo, pero amaba
también profundamente a los hombres. ¿Y qué no debió soportar cuando estos hombres, q u e ella amaba tanto y para los cuales hasta el fin quería la salvación, crucificaron a su Hijo amado?
No podemos comprenderlo, pues nuestro amor a Dios y a los hombres es demasiado débil.
Como el amor de la Madre de Dios no tiene límites y supera nuestra comprensión, su dolor es inmenso y nos es impenetrable.
¡Oh Virgen Pura, Madre de Dios, dinos, a nosotros tus hijos, cómo amabas a tu Hijo y tu Dios cuando vivías en la tierra! ¿Cómo se alegraba tu espíritu en Dios, tu Salvador? ¿Cómo contemplabas su maravilloso Rostro, pensando que él es Aquel a quien sirven con temor y amor todas las Potencias celestes?
Dinos, ¿qué sentía tu alma cuando tenías en tus brazos al Hijo divino? ¿Cómo le formaste? ¿Cuáles fueron los dolores de tu alma cuando con José le buscaste durante tres días en Jerusalén? ¿Qué tormentos soportaste cuando el Señor fue entregado a la crucifixión y murió en la Cruz?
Dinos, ¿cuál fue tu gozo en la Resurección, o qué postración embargó tu alma después de la Ascensión del Señor?
Nuestras almas desean conocer tu vida con el Señor en la tierra; pero Tú no has querido dejarlo escrito, y en el silencio has envuelto tu secreto.
Yo he visto numerosos milagros y muchos gestos de ternura de parte del Señor y de la Madre de Dios, pero no puedo dar nada a cambio de tanta bondad.
de soportar también grandes aflicciones. Cuando estaba al pie de la Cruz, su pena era vasta como el océano. Los dolores de su alma eran incomparablemente mayores que los d e Adán cuando fue expulsado del Paraíso, ya que su amor era también incomparablemente mayor que el de Adán. Y si ella siguió en vida, fue únicamente porque la fuerza del Señor la sostenía, pues el Señor quería que viese su Resurrección y que después de la Ascensión permaneciera en la tierra para consolar y animar a los Apóstoles y al nuevo pueblo cristiano.
Nosotros no alcanzamos la plenitud del amor de la Madre de Dios y por ello no podemos comprender su dolor. Su amor era perfecto. Amaba inmensamente a su Dios y a su Hijo, pero amaba
también profundamente a los hombres. ¿Y qué no debió soportar cuando estos hombres, q u e ella amaba tanto y para los cuales hasta el fin quería la salvación, crucificaron a su Hijo amado?
No podemos comprenderlo, pues nuestro amor a Dios y a los hombres es demasiado débil.
Como el amor de la Madre de Dios no tiene límites y supera nuestra comprensión, su dolor es inmenso y nos es impenetrable.
¡Oh Virgen Pura, Madre de Dios, dinos, a nosotros tus hijos, cómo amabas a tu Hijo y tu Dios cuando vivías en la tierra! ¿Cómo se alegraba tu espíritu en Dios, tu Salvador? ¿Cómo contemplabas su maravilloso Rostro, pensando que él es Aquel a quien sirven con temor y amor todas las Potencias celestes?
Dinos, ¿qué sentía tu alma cuando tenías en tus brazos al Hijo divino? ¿Cómo le formaste? ¿Cuáles fueron los dolores de tu alma cuando con José le buscaste durante tres días en Jerusalén? ¿Qué tormentos soportaste cuando el Señor fue entregado a la crucifixión y murió en la Cruz?
Dinos, ¿cuál fue tu gozo en la Resurección, o qué postración embargó tu alma después de la Ascensión del Señor?
Nuestras almas desean conocer tu vida con el Señor en la tierra; pero Tú no has querido dejarlo escrito, y en el silencio has envuelto tu secreto.
Yo he visto numerosos milagros y muchos gestos de ternura de parte del Señor y de la Madre de Dios, pero no puedo dar nada a cambio de tanta bondad.
¿Qué
podría dar a la Santísima Soberana para agradecerle el no haber sentido
aversión hacia mí, que estaba hundido en el pecado, sino haberme
visitado y haberme exhortado con clemencia? No la he visto, pero el
Espíritu Santo me ha concedido reconocerla a partir de sus palabras
llenas de gracia. Mi espíritu se alegra por ella, y mi alma se vuelve
hacia ella con tanto amor que la simple invocación de su nombre es dulce
a mi corazón.
Todavía joven novicio, oraba un día delante del icono de la Madre de Dios, y la «oración d e Jesús» entró en mi corazón, desde donde empezó a ser pronunciada espontáneamente, sin esfuerzo alguno de mi parte.
Un día en que yo escuchaba en la iglesia la lectura de las profecías de Isaías, a las palabras: «Lavaos y os tornaréis puros» (Is 1,16), pensé: «Tal vez la Madre de Dios pecó una vez, al menos de pensamiento». Y, cosa sorprendente, una voz me dijo claramente: «La Madre de Dios no ha pecado jamás, ni siquiera de pensamiento». Así, en mi corazón, el Espíritu Santo atestiguaba su pureza. Pero durante su vida en la tierra, ella conservaba cierta imperfección y estaba sujeta a errores, pero no a pecados. Es posible verlo en el Evangelio, cuando de vuelta a Jerusalén no sabía dónde estaba su Hijo y le buscó con José durante tres días (Lc. 2,44-46).
Mi alma se sume en temor y temblor cuando pienso en la Gloria de la Madre de Dios, mi inteligencia es insuficiente, mi corazón es pobre y débil, pero mi alma se alegra y desea escribir al menos algo sobre ello.
Mi alma teme un intento semejante, pero el amor me impulsa a no esconder mi agradecimiento a su misericordia.
La Madre de Dios no ha puesto por escrito sus pensamientos, ni su amor a Dios su Hijo, ni el dolor de su alma en el momento de la Crucifixión, pues tampoco hubiéramos podido comprenderlo. Su amor a Dios es, en efecto, mayor y más ardiente que el de los Serafines y Querubines; y todas las Potencias celestes de los Angeles y Arcángeles quedan atónitos al respecto.
Por más que la vida de la Madre de Dios esté como velada por un silencio sagrado, el Señor de nuestra Iglesia ortodoxa nos hace saber, sin embargo, que su amor abraza al mundo entero, que ella ve en el Espíritu Santo a todos los pueblos de la tierra y que, como su Hijo, tiene compasión de todos los hombres.
¡Si pudiéramos saber cuánto ama la Madre Santísima a los que observan los mandamientos de Cristo, cuánto se compadece y sufre por los que no se corrigen! Yo mismo lo experimenté. No miento, hablo delante de la Faz de Dios, que mi alma conoce; en espíritu conozco a la Virgen Purísima. Yo no la he visto, pero el Espíritu
Santo me ha concedido conocerla, así como su amor por nosotros.
Todavía joven novicio, oraba un día delante del icono de la Madre de Dios, y la «oración d e Jesús» entró en mi corazón, desde donde empezó a ser pronunciada espontáneamente, sin esfuerzo alguno de mi parte.
Un día en que yo escuchaba en la iglesia la lectura de las profecías de Isaías, a las palabras: «Lavaos y os tornaréis puros» (Is 1,16), pensé: «Tal vez la Madre de Dios pecó una vez, al menos de pensamiento». Y, cosa sorprendente, una voz me dijo claramente: «La Madre de Dios no ha pecado jamás, ni siquiera de pensamiento». Así, en mi corazón, el Espíritu Santo atestiguaba su pureza. Pero durante su vida en la tierra, ella conservaba cierta imperfección y estaba sujeta a errores, pero no a pecados. Es posible verlo en el Evangelio, cuando de vuelta a Jerusalén no sabía dónde estaba su Hijo y le buscó con José durante tres días (Lc. 2,44-46).
Mi alma se sume en temor y temblor cuando pienso en la Gloria de la Madre de Dios, mi inteligencia es insuficiente, mi corazón es pobre y débil, pero mi alma se alegra y desea escribir al menos algo sobre ello.
Mi alma teme un intento semejante, pero el amor me impulsa a no esconder mi agradecimiento a su misericordia.
La Madre de Dios no ha puesto por escrito sus pensamientos, ni su amor a Dios su Hijo, ni el dolor de su alma en el momento de la Crucifixión, pues tampoco hubiéramos podido comprenderlo. Su amor a Dios es, en efecto, mayor y más ardiente que el de los Serafines y Querubines; y todas las Potencias celestes de los Angeles y Arcángeles quedan atónitos al respecto.
Por más que la vida de la Madre de Dios esté como velada por un silencio sagrado, el Señor de nuestra Iglesia ortodoxa nos hace saber, sin embargo, que su amor abraza al mundo entero, que ella ve en el Espíritu Santo a todos los pueblos de la tierra y que, como su Hijo, tiene compasión de todos los hombres.
¡Si pudiéramos saber cuánto ama la Madre Santísima a los que observan los mandamientos de Cristo, cuánto se compadece y sufre por los que no se corrigen! Yo mismo lo experimenté. No miento, hablo delante de la Faz de Dios, que mi alma conoce; en espíritu conozco a la Virgen Purísima. Yo no la he visto, pero el Espíritu
Santo me ha concedido conocerla, así como su amor por nosotros.
Sin
su misericordia, hace mucho tiempo que yo hubiera perecido; pero quiso
visitarme y exhortarme a n o pecar más. Ella me dijo: "No me gusta ver
lo que haces». Sus palabras eran tranquilas y dulces, pero actuaron con
fuerza en mi alma. Han pasado más de cuarenta años desde entonces, pero
mi alma no puede olvidar esas palabras llenas de dulzura. No sé qué dar a
cambio de su amor hacia mí y cómo estar agradecido a la Madre del
Señor.
Ella
es verdaderamente nuestra protectora ante Dios, y basta su nombre para
que el alma se alegre. Y todo el cielo y toda la tierra se alegran de su
amor.
¡Maravilla incomprensible! Ella vive en los Cielos y contempla constantemente la gloria de Dios, pero no se olvida, sin embargo, de nosotros los pobres y cubre bajo su protección a todos los pueblos de la tierra.
Es su Madre Santísima lo que el Señor nos ha dado. Ella es nuestra alegría y nuestra esperanza. Ella es nuestra Madre según el espíritu, y está cerca de nosotros por su naturaleza, como ser humano; y el alma cristiana se eleva hacia ella con amor.
¡Maravilla incomprensible! Ella vive en los Cielos y contempla constantemente la gloria de Dios, pero no se olvida, sin embargo, de nosotros los pobres y cubre bajo su protección a todos los pueblos de la tierra.
Es su Madre Santísima lo que el Señor nos ha dado. Ella es nuestra alegría y nuestra esperanza. Ella es nuestra Madre según el espíritu, y está cerca de nosotros por su naturaleza, como ser humano; y el alma cristiana se eleva hacia ella con amor.