domingo, 19 de octubre de 2025

Domingo III de Lucas.

Domingo III Lucas. La Resurrección del hijo de la viuda de Naín. (Lc. 7, 11-16)

Tono 2º. Evangelio de Resurrección 8 (Eothinon 8, pág. 8-9).

 


LECTURA DEL LIBRO DE LOS APOSTOLES. II Epístola de San Pablo a los Corintios (II Cor 11, 31-33. 12, 1-9)

31 El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien es bendito por los siglos, sabe que no miento. 32 En Damasco, el gobernador de la provincia del rey Aretas guardaba la ciudad de los damascenos para prenderme; 33 y fui descolgado del muro en un canasto por una ventana, y escapé de sus manos. 

 

San Pablo, el Apóstol de las Naciones

 

 

Ciertamente no me conviene gloriarme; pero vendré a las visiones y a las revelaciones del Señor. Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y conozco al tal hombre (si en el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sé; Dios lo sabe), que fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras inefables que no le es dado al hombre expresar. De tal hombre me gloriaré; pero de mí mismo en nada me gloriaré, sino en mis debilidades. Sin embargo, si quisiera gloriarme, no sería insensato, porque diría la verdad; pero lo dejo, para que nadie piense de mí más de lo que en mí ve, u oye de mí. Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. 

 

 

 

 

 

 

EVANGELIO TERCER DOMINGO. Lectura del santo Evangelio según san Lucas. (7, 11- 16)
 


Jesús resucita al hijo de la viuda de Naín

11 Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. 12 Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad. 13 Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. 14 Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate. 15 Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre. 16 Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo.




 



 

HOMILIA I. DOMINGO III DE LUCAS. San Lucas. (7, 11- 16)

 
La resurrección del hijo de la viuda de Naín.

—Un Dios tan cerca de nosotros—.

Uno de los momentos más afectuosos del Señor Jesús en la tierra lo describe en su santo evangelio San Lucas. Una escena que no informa de qué Dios tenemos. La escena del encuentro de Cristo con el hijo muerto de la viuda de Naín...
Nos dice el sagrado evangelista: “Caminaba nuestro Cristo con sus discípulos y con mucha gente de la ciudad de Capernaúm hacia la de Naín. Distancia, unos 15 kilómetros. Y el Señor lo hizo a pié. ¿No podía también él tomar un carro? Rabí era. Maestro. Persona honrada. Podía. No lo hizo. A pie. Llenarse de polvo sus piés. Cansarse, sudar, quemarse su rostro por el sol.
Avanzaba y ahora llegó a la ciudad. Llegó a su puerta y allí se encontró con un grupo. Ese grupo salía por la puerta. Era una procesión funeraria. Escena desgarradora. Una madre... figura trágica. Viuda ella. La muerte le había privado poco tiempo antes de su marido. Y ahora le visitaba por segunda vez, para arrebartarle lo más valioso que tenía en este mundo: ¡a su hijo!.

 

 

 

 

 

 

Uno tenía. Nada más que uno. Su hijo único era. Su apoyo, su compañía, su tesoro. Toda su vida este hijo. ¿Qué otra cosa podía esperar de la vida?

Pero este tesoro ahora lo perdió...

¿Qué decirla? ¿Cómo poder consolarla? Madre abatida...

La vio Cristo. Se conmovieron sus entrañas. “Se compadeció de ella y la dijo: - no llores.” No le dieron importancia. El solo se acercó, con afecto y condolido la dijo: “No llores”. Nada más. Dos palabras: “No llores”. Se puso enseguida junto al féretro. Los que lo portaban se detuvieron. Y el Señor de la vida y de la muerte se dirigió sin dilación hacia su objetivo:

“Joven, a tí te digo, levántate”. Hijo mío, a ti te hablo. Levanta.

Se levantó el muerto. Empezó a hablar. Y el Señor lo tomó y lo llevó a su
madre. Que lo tenga de nuevo a su lado. Su alegría y su apoyo. Consuelo
y alivio...



*   *   *


 

“Se acercó. No llores. Levántate.”

Amigo mío, tres cosas atiende de esta breve decripción. La primera, que Cristo se trasladaba a pie. Porque quería aquí en la tierra caminar entre nosotros, concordar sus pasos con los nuestros. Por eso
también se esforzaba y se fatigaba, sudaba, pasaba hambre y sed en sus recorridos. Tal como nosotros. Para decirnos, - aquí estoy; tan cerca de ti; a tu lado; te entiendo; te comprendo.- 

Cosa que demostró al decir: - no llores-. Este que tan frecuentemente lloró en la tierra, Este no permanece indiferente ante nuestro llanto. 

 

 

 


 

 

Se conmueve ante nuestras aflicciones, ante nuestros gemidos. Un Dios que se compadece, que sufre con nosotros. Y se nos acerca para limpiarnos
las lágrimas de nuestros ojos.
Y además, la tercera, como Dios que es, tiene el poder de dar su aliento e impulso en nuestra vida, un aliento regenerador. Levantarnos de la caída, de nuestra adversidad. Como levantó del féretro al hijo de la viuda. Y que llene nuestra vida de su Su vida inmortal, la vivificadora, la vigorosa, la
poderosa.
¿Entiendes ahora lo cerca, lo disponible que tienes al todopoderoso Señor?

 

Del libro "Háblame, Cristo. Mensajes para jóvenes de los Evangelios de los Domingos". Archim. Apóstolos J. Tsoláki. Ed. Sotir.




Homilía II. Tercer Domingo de Lucas.

Por San Juan de Kronstadt 

 

Hoy se leyó el Evangelio de Lucas sobre la resurrección, obra del Señor, del hijo único de una viuda de la ciudad de Naín, quien, con gran dolor, lloró amargamente su pérdida. El Amante de la humanidad se compadeció de ella y le dijo: «No llores». Y se acercó y tocó el féretro; en ese momento, los que lo llevaban se detuvieron, y el Señor dijo al difunto: «Joven, a ti te digo: ¡Levántate!». Y —¡Oh, milagro!— el difunto se levantó, se incorporó y comenzó a hablar; y Jesús se lo entregó a su madre. Entonces todos sintieron temor y glorificaron a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo» (Lucas 7,11-16). Aquí termina el Evangelio de hoy. Una lectura breve, pero con mucho contenido instructivo y edificante. ¡Qué historia tan maravillosa, conmovedora e inspiradora! El joven resucitó de entre los muertos por la palabra del Dador de la vida y fue entregado vivo a su madre, que lloraba amargamente, quien inesperadamente recibió su tesoro inestimable, el apoyo de su vejez, la luz y la alegría de sus ojos. ¡Qué poder divino, venciendo a la muerte, que había mantenido a la humanidad tan firmemente atada a sus terribles ataduras durante miles de años! ¡Qué misericordia divina, que devolvió al amor de la madre al hijo tiernamente amado! Este milagro de la resurrección del joven, hermanos míos, se realizó a imagen de la futura resurrección de todos los muertos y para la confirmación de nuestra fe y nuestra esperanza en la resurrección general.

Recordemos y alegrémonos de que por Jesucristo, nuestro Redentor, la muerte ha sido vencida, convertida en sueño, y la resurrección nos ha sido concedida a todos, la cual ciertamente llegará en el tiempo señalado por Dios. Pero, hijos de la resurrección, recordando nuestra futura resurrección, luchemos incansablemente para que todos resucitemos a la alegría y a la vida eterna, y no a la vergüenza y al oprobio eterno, como dice el profeta Daniel. Para que después de la resurrección seamos dignos de estar a la diestra del Señor, y no a la izquierda, y de escuchar no una voz amenazante que nos envía al fuego eterno, sino una voz que nos llama a heredar el Reino de los Cielos. Esforcémonos, según nuestras fuerzas, por imitar la misericordia de nuestro Señor, por consolar, como podamos, a los afligidos, por visitar a los huérfanos y a las viudas, especialmente a los pobres y desamparados, por ayudar a los pobres, por aliviar la difícil situación de los desdichados. 

 

 

 

 

 

Porque la limosna, según la Escritura, libra de la muerte y limpia de todo pecado (Tobías 12:9). Sabemos que cada uno de nosotros tiene su propio muerto, es decir, su alma, muerta por innumerables pecados, en un cuerpo vivo. Así como el Señor, en cierto lugar, llamó muertos a algunos, aunque estaban vivos en el cuerpo, diciéndole a un hombre que quería seguir a Cristo, pero primero enterrar a su padre: «Deja que los muertos entierren a sus muertos» (Mt. 8:22; Lc. 9:60). Pero tú ve y proclama el Reino de Dios. O como el Señor le dice a una cabeza de la Iglesia: «Tienes nombre de que vives, pero estás muerto» (Ap. 3:1).

Sí, todo pecador tiene un alma muerta, que puede perecer para siempre, sin dejar de existir, permaneciendo eternamente en un terrible tormento. Esta alma muerta de un pecador en esta vida solo puede ser resucitada por Jesucristo, mediante la fe y el arrepentimiento sincero. Y este gran milagro —la resurrección de las almas de los pecadores— el Señor lo realiza a menudo. A veces, en un solo día e incluso en una sola hora, Él llama de la muerte a la vida a una misma alma, muriendo por sus pecados y pasiones y resucitando por un sincero arrepentimiento. ¡Oh, cuántos grandes milagros realiza el Señor a diario en las almas de creyentes y pecadores arrepentidos, tantos que, por su multitud, a veces parecen fenómenos internos muy comunes! ¡Oh, el abismo de la misericordia de Dios! ¡Oh, el inagotable mar de milagros de la bondad y longanimidad de Dios! ¡Gloria a Ti, Señor Jesucristo, Cordero de Dios, que quitas nuestros pecados, destruyendo la muerte de nuestras almas y dándoles vida por tu inefable bondad! Pero, pecadores, no abusemos de la misericordia de Dios, añadiendo pecado sobre pecado, persistiendo en los mismos pecados durante muchos años, sino apresurémonos a traer un arrepentimiento sincero e inmutable, venzamos nuestras malas inclinaciones y hábitos por la gracia de Dios y llevemos al Señor frutos dignos de arrepentimiento.

Mira, Él espera tanto tiempo que demos buenos frutos; apresurémonos al arrepentimiento, digo, no sea que nos corte como a una higuera estéril y nos arroje al fuego inextinguible. Amén.

* Vigésimo Domingo después de Pentecostés en las Iglesias Eslavas.

 

 

Fuente: Traducido del ruso al inglés por John Sannidopoulos, del inglés al español por el equipo de La Ortodoxia es la Verdad. 

Translate